miércoles, 18 de junio de 2008

Don. Eduardo Saguier


Don Eduardo Saguier era un paraguayo llegado a Buenos Aires en los años ’20, se afianza en esa ciudad donde forma su hogar sin olvidar jamás a su querido Paraguay ni a su pequeña Villeta donde ha nacido y estudiado.
Desenvuelve su vida en actividades útiles, conservando y cultivando diariamente la práctica y el uso del idioma guaraní, que habla fluidamente en cuanta oportunidad se le presenta.
Es así, que de ese querer cultivar un idioma que amaba y comprendía profundamente, frecuenta los círculos donde se desenvuelven las gentes que también lo hablan: paraguayos, correntinos, chaqueños, misioneros, formoseños.
En el año 1944 da comienzo a sus cursos de enseñanza del guaraní en la Academia Correntina del Idioma Guaraní, con bastante afluencia de alumnos.
En el año 1945 repite ese curso e inaugura otros en el Instituto Cultural Argentino Paraguayo del Museo Social Argentino y en la Asociación Correntina Gral. San Martín, que le brindan sus aulas para desarrollar sus clases, donde hace innumerables amigos entre sus alumnos de la más variada condición y de quienes por ser amigos en un interés común, nunca recibió otra gratificación que la de la amistad y la de compartir el amor por una lengua autóctona.
En 1946 es nombrado miembro de la Academia Correntina del Idioma Guaraní; y en ese mismo año, en una recopilación de sus clases aparece la primera edición de “El Idioma Guaraní – Método práctico para su enseñanza elemental”, recibido con gran beneplácito en el mundo del habla guaraní, pues venía a llenar un importante vacío en la enseñanza y divulgación de la lengua.
Con esa obra comienza a profundizar sus estudios filológicos y en 1948 propone un trabajo titulado “La numeración guaraní – Una tentativa para su formación”
Al comenzar el año 1950 es nombrado Académico Correspondiente de la Academia de Cultura Guaraní de la República del Paraguay.
En ese mismo año se le designa delegado ante el Primer Congreso de la Lengua Guaraní-Tupí realizado en Montevideo y donde presenta los siguientes trabajos; “La acentuación del vocablo guaraní” y “La conjugación del verbo SER en guaraní”.
Demás está decir que durante todos estos años prosigue humilde, callada y desinteresadamente, su fundamental labor de enseñanza de la lengua que tanto amaba, en los distintos lugares que hemos mencionado, enriqueciendo al mismo tiempo su conocimiento y el de sus alumnos con estudios cada vez más profundos de la lengua.
De esos estudios y de ese tesón surge en el año 1950 la impecable traducción al dulce y expresivo idioma guaraní de la obra “Martín Fierro” de José Hernández, agregando al cuadro pampeano con pinceladas maestras, nuevos brillos que hacen resaltar aún más los reflejos del alma noble, abnegada y sufrida de un típico producto sudamericano como es el gaucho; siendo necesaria una gran capacidad interpretativa y un genuino americanismo para mantenerse fiel al espíritu hernandiano en la traducción de su maravillosa obra.
Así, del fruto de sus investigaciones pudo brindar a sus alumnos, todo un nuevo material lingüistico para enriquecer su vocabulario con nuevas formas y poder expresar en guaraní todas las ideas emotivas y subjetivas que puede crear la mente humana.
Don Eduardo Saguier era por sobre odas las cosas un “enseñador”, como gustaba decir de sí mismo, tal como se dice en guaraní, pues los títulos de profesor o maestro son solo atributos divinos, quedando para el hombre solo la tarea de “enseñador” que desempeñaba con humildad y amor y por el simple y profundo interés de perpetuar la lengua que formaba parte de sus raíces.
Luego, una penosa y larga enfermedad lo aleja definitivamente de sus actividades culturales, dejando truncas una cantidad de obras e ideas.
En el mes de agosto de 1969 fallece, dejando en el recuerdo de quienes lo conocieron sus profundos conocimientos, su generosidad en trasmitirlos y la perdurabilidad de su obra. Tenía 77 años de edad
Don Eduardo Saguier era mi padre.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Del aljibe, del agua y de los hombres




En la inmensidad del territorio, en multitud dispersa, los molinos de viento, aquellos gigantes a los que arremetiera el Quijote. Dan cuenta de la necesaria armonía de los elementos, de la tierra, el viento, el aire, el agua. Más allá. El remolino intenso, la vastedad estéril del desierto sin el hombre. Y por allí a un costado, una tapera que alguna vez fue hogar. ¿Imágenes del pasado? Ojalá. Con tanta cosa técnica o eléctrica como por fortuna inventan, lo cierto es que los hombres de campo siguen sabiendo que hay años buenos y años malos, y que hay que mirar al celo después de cada siembra, gastarse los ojos escrutándolo antes de cada cosecha.

Pues bien, el aljibe ayuda a que el agua esté a que la bendición del agua sea. La mitad de mi sangre árabe es hija del desierto y de los aljibes; a veces me pregunto si alguno de mis mayores, sin más copa que el cuenco de sus manos, bebió en alguno de los veintiocho aljibes del Albaicin, allá en la bella Granada. Tal vez para ese ancestro fuera como para el poeta paraguayo Hugo Rodríguez- Alcalá: “Pero no hay un rumor un son in canto/ un himno tan beatífico y doméstico como el que llega del aljibe”. Doméstico, propio, lo siente también Borges al añorarlo o presentirlo:”No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas…/vienen del patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos” Y ambos hacen coincidir aljibes y parras, que es como decir agua y vino, como decirlo todo; para Borges “Grato es vivir en la amistad oscura/ de un zaguán de una parra o de un aljibe” a lo que agrega Rodríguez-Alcalá: ”Al final de la parra está el aljibe/ y, dentro de él, un círculo celeste/ copia el vuelo fugaz de las palomas”.

Es que tiene mucho de eternidad saber donde abrevar y tiene más de porfía buscar el hueco, silencioso hasta que el eco del agua resuena entre paredes redondas y profundas. Acaso el hombre se animó y alternó voces y silencios. Acaso no tenía más deseo de beber y entrecerrar los ojos en el espacio oscuro, en la rogativa a la madre naturaleza: “Madre que la napa no esté lejos…” En su búsqueda, el agua era el nombre de toda la esperanza que contiene un aljibe. Cuanto más árido el terreno, más grande y hondo el pozo; un balde y su roldada bastan para extraerle vida a la tierra, vida que a la tierra volverá entre el giro rudimentario y el chirriar de la pequeña rueda, y las gotas de agua, cristales que salpican manchados de colores. Y todavía, en lugares precisos y alejados, un viejo malacate a tracción de caballo –ojos vendados para que no se maree- recorre sin descanso el único trecho que le ha tocado del ancho mundo, el que rodea al pozo.

Rocío de madrugada, perladas hebras de agua, capa protectora de pastos y piedras donde se dibuja la geografía que al paisano le está destinada. La superficie se trastoca, se reinventa, se afirma. El hombre, desde siempre, cambia de lugar lo establecido; invoca y evoca: sabe que el riego salvador ha de imitar el rocío, en su tenaz brillar y humedecer. Cuando el horizonte es desazón, y esa nube panzona y lejana apenas una promesa, le llega la memoria ancestral del aljibe, ese arábigo recipiente que, a cielo abierto, guarda el dulzor del agua, lo atesora y con él mide el inasible tiempo, constata el irrevocable paso de los días. Piedra con piedra en la pared, la soga –tal vez una cadena- y el pequeño balde que trae desde el fondo una andanada de gotas, una tropilla de agua que busca el cántaro y que de allí saldrá en su día como deleite en la abundancia, como sosegado y contenido, escaso tramo, en épocas de falta.

Padre del encanto para el sediento, el aljibe se prende a la tierra que ha horadado, y esa mansa superficie de espejo vive entre la ilusión y la plegaria del hombre. Quieto en la pampa, imagen de la templanza en la espera propia de hombre de campo, se va enredando en su brocal la rama florida. Y, tranquilo como está, el espejo se rompe con las manos que se hunden para mojar la cara, manos que buscan acariciar la frescura, manos que vuelven y al volver es para hundirse en la transparencia del agua mansa que sabe lavar heridas, proponer y hacer la belleza de las cosas y las gentes.

Saciar la sed. Reflejar el rostro. El agua, inasible, arisca, se escurre huye del juego de Narciso para volver en el verdor de la espiga, para volver también en lágrimas. Y otras veces retorna sanadora, esa reina maga de la aridez que se transforma, que corre y manda que busca al hombre y a las otras criaturas, las besa y lava. Viene desde el aljibe, espacio recibido desde la heredad andalusí que alguno querrá olvidada, y tal vez haya olvidado pero no el agua, que recuerda sin duda aquellos aljibes recamados en mosaicos que la rodearon de hermosura.

Eduardo Scarso Japaze

La vanguardia ganadera



Historia de los emprendedores que transformaron el campo, tanto en su fisonomía como en su capacidad de producir bienes

Idea generalizada es que todo fue soltar las vacas y esperar a que aparecieran los ganados gordos y relucientes, las tabladas y os bretes desde donde comenzaba el viaje hacia los paladares británicos. La opulencia arquetípica de la pampa se halla expuesta de un modo cabal y convincente en esa versión idílica de un pasado que nunca existió.
Los animales se alejaron, crecieron y se multiplicaron; eso es cierto y también de ese hacho nacieron primero la práctica depredadora de las vaquerías y luego la explotación de estancias, al comienzo no más que puestos desde donde se salía reunir hacienda chúcara. Pero nada fue sencillo, sino que costó excepcionales esfuerzos. No era Jauja el Río de la Plata; nunca lo fue, entre otras cosas, seguramente, por que Jauja no existe.
Ese ganado cimarrón era de carnes magras y duras y ostentosa cornamenta. Se aprovechaba el cuero y más tarde el sebo y algo el hueso y, con el correr del tiempo, los saladeros crearon el transitorio reinado del tasajo, fuente importante de riqueza durante un momento que duró décadas. Fue uno e los grandes recursos de la zona, opacado al promediar el siglo XIX por la espectacular difusión de los ovinos, cuya lana convertían en paño las hilanderías inglesas.
De lo que pasó después y de lo que volvió clásicas por el sabor y el prestigio las carnes argentinas trata el libro La vanguardia ganadera bonaerense, 1856-1900, de Carmen Sesto, doctora en Filosofía y Letras e historiadora, editado por la Universidad de Belgrano. Por cierto, de entrada llama la atención –y hasta choca un poco- esa caracterización militar de “vanguardia”, aplicada a un grupo de estancieros activos y exitosos; con ella la investigadora quiere enfatizar el papel determinante de los terratenientes que en ese lapso tomaron la iniciativa de promover –entre dudas, fracasos, marchas y contramarchas- la mejora del ganado, la racionalización en la forma de explotarlos y la captación de mercados en Europa, proceso complejo que demandó ingentes trabajos.
Es frecuente atribuir a tales acontecimientos el ser mera consecuencia del abandono de los campos en el Viejo Mundo y de la simultánea expansión local de la red ferroviaria. Los estancieros habrían tenido, entretanto, una actitud pasiva y el beneficio gratuito de la acelerada valorización de las tierras.
Con casi abrumadora abundancia de datos, Carmen Sesto muestra lo parcial de esa presunción facilista. No, las vacas no eran gordas y hubo que engordarlas; tampoco los mercados estaban abiertos y hubo que golpear mucho sus puertas para poder ingresar. En el camino estaba la imprescindible mestización y la creación de pasturas adecuadas. Pero para preservar los rodeos y los sembradíos hubo que alambrar y apotrerar las estancias y reformular sus tareas.
La “fábrica” rural
La antigua tradición de oficios y jerarquías fue transformada y dio paso a otra nueva, fundada en la previsibilidad y regularidad de la producción: sobrevinieron, entonces, los cabañeros y los invernadotes y la estancia misma se convirtió en una “fábrica “de bienes rurales, coyuntura de importancia decisiva en nuestra historia social: se tuvo, en pocos años, la promisoria realidad del Centenario, con una magnífica ganadería como uno de sus principales sustentos; la contracara fue la extinción irremisible de costumbres y destrezas que parecían ser la sustancia misma de la condición argentina y que, ensalzadas nostálgicamente más tarde, habrían de constituir el trasfondo sentimental de nuestra memoria como nación.
La obra de Carmen Sesto arroja meridiana luz al respecto. La “vanguardia” que hizo posible ese cambio fue, en su concepto, no más de una cincuentena de grandes terratenientes progresistas y visionarios, capaces de prever altas rentabilidades de llegar a buen puerto la transformación que propiciaban: no era la facilidad de lo que hallaban lo que los inducía a ese empeño, sino que en rigor, venían a terminar con la facilidad conocida y a inaugurar una etapa de redoblado esfuerzo y de no pocas dificultades por vencer.
La técnica frigorífica no comenzó a tener peso sino a fines de la etapa expuesta en este libro. Antes se apuntaba a la venta de ganado en pie y las primeras tentativas – hechas en el mercado francés y no en el inglés como se cree habitualmente- arrojaron resultados francamente desalentadores. Pero se persistió, en competencia con productos norteamericanos y de varios países europeos, frente a los que existía la desventaja de ser nuestros novillos de menor peso, mayores los fletes y desagradable la carne para el gusto europeo.
En el traslado morían muchos animales, casi de inmediato estuvo presente la aftosa y los representantes comerciales idóneos eran moscas blancas. Como es natural, superar cada una de esas trabas originaba nuevos gastos que recortaban, más y más, las ganancias.
De los nueve lustros que Carmen Sesto estudia, en ocho el balance general no terminó nunca de ser abiertamente positivo; había posibilidades tercamente aferradas a ser a seguir siéndolo. Sólo en el último comenzaros a verse logros y a bosquejarse perspectivas que pronto habrían de ser excepcionales; la labor estaba hecha y comenzó hacia esa fecha, y no antes, el apogeo de la campaña bonaerense.
Razas
Para 1895 se contaba en las grandes estancias con medios para asegurar el cultivo y la cosecha de forrajes, lo que había entrañado hacer grandes inversiones. Señala la autora que sólo una vez resuelto eso pudo atenderse a los vacunos mejorados de manera eficaz, en tanto el agua pasó a ser obtenida mediante molinos, norias y pozos artesianos con independencia del régimen pluvial. Ya pacían, para ese tiempo, los Shorthon, Hereford. Durham y Aberdeen Angus. El campo se había vuelto reconocible para quienes hoy continúan en él.
Estaba en pie una nueva tradición de trabajo asiduo y paciente, tributario del ejemplo de los pioneros ingleses, establecidos con lanares medio siglo antes; la “vanguardia” venía a ser el remate y la culminación de aquella primera inquietud modernizante. Sus integrantes –Leonardo Pereyra, Domingo Frías, Ángel de Alvear, Emilio Frers, los Casares, los Cobo, Pedro Luro, José Martínez de Hoz, Tomas Duggan, Emilio y Rodolfo Bunge, entre otros- trajeron lo que ahora conocemos.

Fernando Sánchez Zinny

miércoles, 7 de mayo de 2008

Las pinturas de Ricardo

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miércoles, 30 de abril de 2008

Empezar de nuevo

La escribió de madrugada. Descargó en el teclado toda la angustia contenida. A la mañana siguiente, la envió como un anónimo a un amigo. Un sentimiento compartido por gente de todas partes y la exponencial propagación que permite Internet hicieron el resto: si poesía puso palabras a la emoción que muchos no lograban expresar.
“Empezar de nuevo “se transformó en un fenómeno inesperado. Circuló por la Web y Carlos Gariba se sorprendió con el resultado: recibió cientos de e-mails y salió por radio de todas las latitudes. Carlos tiene 43 años, es abogado y padre de cinco hijos. En el living de su casa recibió a La Nación
El agua llegó a seis cuadras de su vivienda. Así todo., se sintió movilizado “los que no estuvimos afectados directamente tenemos una obligación adicional. Te vas enterando de lo que pasa, te queda adentro y de alguna forma sale. “se lo envié a Eduardo Mogni, un amigo de Haedo, diciéndole que era anónimo, No me creyó”, dice.
El teléfono no para de sonar. Su casilla explota cada vez que se la nombra en una radio. Pero está conforme. No por una cuestión de anidad, sino porque cree que sus estrofas empujarán a muchos a ayudar. A su hija Ana de 21 años, se lo leyeron en la facultad. Ella y sus compañeros llegaron al final llorando. Cuando escuchó que era obra de su padre no podía creerlo. En cambio Guillermo, de 18, no se sorprendió. Se despertó cuando lo leían en una radio y cuando llegó al final, se sonrió: “No me pareció raro porque a mi viejo lo conozco. Pero me sorprendió la respuesta que tuvo”.
La familia se completa con Alejandra de 25, Facundo de 14, Rodrigo de 10 y su esposa Susana.
Carlos es gerente de recursos humano de una empresa, que como casi todas por aquí, debió adecuarse a esta nueva realidad: muchos de sus miembros padecen directamente el desatino de las aguas. “Tuvimos que convocar a un psicólogo que nos hablara y nos ayudara a sobrellevar esto”, cuenta.
Carlos habla de la reconstrucción que le espera a Santa Fe, de la demanda material y psíquica que viene. El llanto le ahoga la voz.
De adolescente integraba un grupo literario. “Abandoné la continuidad, pero la sensibilidad no se pierde”, comenta. La inmensa cantidad de e-mails y llamadas telefónicas demuestra que su capacidad de conmover sigue intacta. De ello dan fe sus versos.


El poema

Yo tenía miedo a la oscuridad,
hasta que las noches se hicieron largas y sin luz
Yo no resistía el frío fácilmente,
hasta que aprendí a subsistir en ese estado
Yo le tenía miedo a los muertos,
hasta que tuve que dormir en el cementerio
Yo sentía rechazo por los rosarinos y por los porteños,
hasta que me dieron abrigo y alimento
Yo sentía rechazo por los judíos,
hasta que le dieron medicamentos a mis hijos
Yo lucía vanidoso mi pulóver nuevo,
hasta que se lo di a un niño con hipotermia
Yo elegía cuidadosamente mi comida,
hasta que tuve hambre
Yo desconfiaba de la tez cobriza.
hasta que un brazo fuerte me sacó del agua
Yo creía haber visto muchas cosas,
hasta que vi a ni pueblo deambulando sin rumbo por las calles
Yo no quería al perro de mi vecino,
hasta que aquella noche lo sentí llorar hasta ahogarse
Yo no me acordaba de los ancianos,
hasta que tuve que participar en los rescates
Yo no sabía cocinar,
hasta que tuve frente a mí, una olla con arroz y niños con hambre
Yo creía que mi casa era más importante que las otras,
hasta que todas quedaron cubiertas por las aguas
Yo estaba orgulloso de mi nombre y apellido,
hasta que todos nos transformamos en seres anónimos
Yo criticaba a los bulliciosos estudiantes,
hasta que de a cientos me tendieron sus manos solidarias
Yo estaba bastante seguro de cómo serían mis próximos años.
Pero ahora ya no tanto
Yo no recordaba el nombre de todas las provincias.
Pero ahora las tengo a todas en mi corazón
Yo no tenía buena memoria, tal vez por eso ahora no recuerde a todos.
pero tendré igual lo que me quede de vida para agradecer a todos
Yo no te conocía, ahora eres mi hermano
Teníamos un río, ahora somos parte de él
Es la mañana. Ya salió el sol y no hace tanto frío. Gracias a Dios.
Vamos a empezar de nuevo.

El trabajo, eje de la memoria rural

“Hay un molino de viento de 1840 que fue rearmado por Enrique Udaondo en el Museo de Luján, uno de los pocos referentes que quedan de la industria de la molienda en Buenos Aires: falta ponerlo en funcionamiento. En los alrededores existen referencias de antiguas molinos accionados por energía hidráulica. En Baradero he visto locomóviles (generaban energía a partir del vapor y desplazaron al caballo para tirar del arado), trilladoras y vagones se conservan”.Carlos Moreno habla de los temas que ha investigado en sus libros: el hombre, el trabajo, el patrimonio.
Su relato es un repaso pormenorizado de hechos sencillos a partir de los cuales el campo adquirió una fisonomía cada vez más productiva: “Quedan restos de los tajamares, improntas de las piedras de los batane s que construyeron los jesuitas en Alta Gracia. El primer elevador de granos se construyó en Rosario en 1865. El dique San Roque, sobre la cuenca del Río Primero, en Córdoba, inaugurado a pesar de mucha resistencia local en 1891, fue precursor en el país. En Colón, donde estuvo la colonia San José, fundada por Urquiza, se mantienen casas de los colonos, testimonio de las décadas 1870-90 cuando se produjo un gran cambio en la producción acompañado por el ferrocarril. El molino Forclaz, en la colonia Santa Fe, es de esa época, como los molinos hidráulicos que se conservan en Jachal (San Juan), donde se hacía la molienda del trigo que luego se transportaba a Chile a lomo de mula”
Moreno incluye en su descripción del patrimonio elementos que no suelen considerarse significativos:”Los galpones, los montes, también son parte de una memoria integrada. Todo eso requiere un estudios científico que nos permita comprender y valorizar el trabajo: la tierra, la pampa yerma, fueron transformadas por el ingenio y el trabajo”

¿Qué hace el hombre ante los recursos naturales para transformarlos en función de su necesidad? Como lo describe en su último libro El hombre, el trabajo, los recursos, los españoles llegaron a América y encontraron un acueducto construido en Chapultepec; herramientas de piedra, navajas de obsidiana, y el uso de la piedra para moler maíz; los pueblos andinos de la cultura tiahuanaco fundían el oro, la plata, el cobre, el estaño en primitivos crisoles en los que el fuego era avivado por el viento. Los huarpes extraían metales en el valle de Uspallata. En San Antonio de los Cobres se han encontrado huairas (hornos para fundir), narayes (morteros de piedra) y moldes de piedra para recoger el metal fundido. Un relato técnica y científicamente pormenorizado de lo que fueron logrando constituye la médula apasionante de este libro: desde los recursos para drenar el agua de las minas, la explotación del salitre y el guano, las técnicas de perforación, la fabricación de armas y enseres utilizando plomo y hierro, las curtiembres, el agua, el viento y el fuego como fuentes de energía, hasta el motor de vapor, la electricidad.
Aquí no había nada o casi nada, pastizales, los yeguarizos salvajes dejados por la expedición de Pedro de Mendoza, los vacunos guampudos que se reproducían libremente después de la llegada de Juan de Garay.”Muchas veces se habla de cascos coloniales, asignándoles fecha de prestigio: en realidad durante la colonia el campo casi no tenía importancia, contaban las vaquerías, el comercio, el contrabando. Hubo excepciones, como Ramos Mexía en “Miraflores”, fundó una estancia en 1814 comprándoles su tierra a los indígenas, que después nunca le hicieron un malón. Asumió riesgos, fue un hombre valiente, de ascendencia inglesa, formado en Chuquisaca, con un pensamiento muy humanista. También hubo otros tipos de estanciero, que enfrentaban el tema del campo por la fuerza Hudson describe al que vendía sus tierras, que no generaba progreso. William Mac Cann hace un contrapunto entre el que trabajaba con criterio evolucionado y el que tenía atado a la cama el gallo de riña.
No había legado el tiempo de la agricultura…
La agricultura tuvo su primer gran propulsor en el Doctor Manuel Belgrano, que hizo planteos fundacionales, inspirado en el pensamiento de Jovellanos y en las Sociedades de Amigos del País que había conocido en España. Pero Mayo comienza con un planteo y termina con un saladero. Staples y MacNeil instalaron uno en Buenos Aires en 1810, Rosas y sus socios, en 1815. Fueron eficaces mientras duró la esclavitud en Cuba y en Brasil, los principales consumidores de tasajo, hasta la década del ochenta. La colonización no prosperó al principio: ni la de los alemanes en San Pedro, en 1823, ni la de los hermanos Robertson, en Santa Catalina, en 1825, que duró dos años. La Exposición Nacional de Córdoba, en 1871, en la que Eduardo Olivera, por iniciativa de Sarmiento, presentó máquinas de origen norteamericano, selecciones de variedades de semillas, transformó una producción que, treinta años después y por el trabajo de los colonos que se arraigaron, como los alemanes del Volga, en Suárez y Olavaria, convirtió a la Argentina en granero del mundo.
¿Simultáneamente se producía una evolución de la ganadería?
El alambrado –Francisco Aviac. Fue el primero que alambró el perímetro de su campo en 1854- se sumó a las innovaciones de los estancieros que, asumiendo grandes riesgos, iniciaron el refinamiento del vacuno con miras ala exportación. Unos años antes irlandeses y escoceses aportaron elementos científicos a la cría de los lanares, introduciendo galpones y otras modificaciones. El gaucho, que había sido protagonista de guerras y entreveros, al que Rosas había disciplinado para el trabajo en el saladero, no sobrevivió a este cambio.
“También el paisaje había evolucionado. El cardo, que no era nativo, fue el primer modificador del paisaje de la pampa, además de servir, seco, como combustible. Los eucaliptos, después las casuarinas, acacias y paraísos, alteraron el horizonte, se utilizaron como rompevientos para crear un oasis, un microclima, en cuyo interior se plantaban otras especies. Lo mismo se hizo con el álamo en Cuyo y en la Patagonia. Se ha olvidado a Grigera, autor de trabajos relativamente científicos sobre los cultivos, del durazno por ejemplo, y a precursores en la creación de jardines, como fueron los del Palacio San José en Entre Ríos”.
El hombre, el trabajo y los recursos incluye un texto de Carlos Fernández Balboa titulado “La energía de los bosques nativos de la provincia de Buenos Aires”, en el que detalla los bosques naturales de la provincia, los de talas, algarrobos y los bosques hidrófilos (sauces y selvas marginales) Destaca que un bosque plantado no contribuye directamente a la conservación de la naturaleza y su entorno, mientras que un bosque nativo si, y señala que “la destrucción de prácticamente todas las masas boscosas nativas de la provincia para su utilización como madera, leña, postes de alambrado, o simplemente para extender la frontera agropecuaria, demuestra que la falta de planificación y el cortoplacismo, imperan en el manejo de la naturaleza”
¿El tema también se encuadra en la valoración del patrimonio?
El tema del patrimonio rural es complejo, no puede considerarse como algo estático. Suele condicionar su tratamiento un rechazo ideológico,, pero hay que considerarlo desde lo argentino, que es una integración, y tener en cuenta una visión de la construcción del país, que valorice el trabajo. Es necesario poner en valor esa memoria de la Argentina: integrar la evolución, la memoria de cada zona, de la que fue, tan llenas de cosas simples, A partir del ingenio y del trabajo del hombre se transformó la tierra, se culturalizó la naturaleza, apuntando a una mejor calidad de vida. No se rescata la esencia de las cosas. Se habla de una historia del campo relatada a partir del casco. Y no lo que significa. No se trata solamente de cascos –entre 1880 y 1910 se construyeron casas como expresión social-, sino de las estancias como lugar de producción: en “San Martín”, de Vicente Casares, había galpones cuya construcción costaba más que una casa. El campo es una memoria de trabajo, y esa memoria es parte del quehacer nacional.
¿Muchas iniciativas personales y también institucionales, señalan un interés en ese sentido?
Existe una mayor conciencia para conservar, rescatar más cosas, en el sentido de conocer nuestras raíces. La soja nos ha dedo una autoestima que espero que no se desaproveche, sino que sea una oportunidad para hacer el cambio, para invertir en energía, en desarrollo industrial, transformar la Argentina en referente de las tecnologías agrarias. La educación logró durante años un país integrado, y “m’hijo el dotor fue una realidad”: otros países de la región no tuvieron esa oportunidad. Hoy la educación parece aportar más asistencia que formación, aunque la universidad conserva prestigio. Se ha instalado una cultura en la que parece que estudiar no fuera importante. Hay que logar que el modo de trasmitirla idea de la estancia se actualice, trasmitir que el campo es una construcción de muchas generaciones, de mucha gente con orígenes culturales diferentes, del hombre a caballo, el labrador de a pié, el peón, el irlandés ovejero, el gringo chacarero, y tantos otros. Sus expresiones materiales, los magníficos palacios y sus parques, y también el rancho de pared de chorizo. Sin uno no se puede explicar el otro. Hay que pensar con un sentido humanista: al campo lo hicieron todos. Construyamos una memoria consolidada, una historia que integre la del interior, la de las provincias que estaban lejos del puerto. En dos puntos se concentraba intensamente la producción: la del azúcar en Tucumán, la vitivinícola en Mendoza, que también desarrollaron los jesuitas. Pero he visto estancias en Salta, por ejemplo, donde se conservan secadores y elementos de la industrialización del tabaco.
¿Propuestas para conservar esas ideas?
En la estancia san Martín en Cañuelas, se podría habilitar un centro que evocara la memoria de la industria de la leche, que es toda una epopeya en el país. O pensar en ecomuseos como los que existen en Europa: en La Camargue y en Colmar, en Francia; en Ballemberg, en Suiza donde se muestran la producción y la industria de los cantones. No es un espectáculo, es la comunicación de una memoria. Aquí se podría Mostar como se araba, como se produce el aceite, por ejemplo. Existen fiestas regionales como la de la trilla, que organizan los galeses en Chubut, pero hace falta darles una dimensión Argentina, integrar las vidas y la producciones de las antiguas colonias en una proyección nacional.
¿El turismo contribuye a una difusión de estos temas?
A veces una el patrimonio como elemento de consumo. Trasmite una imagen frívola, esquemática, “para exportación”. Esto debería revertirse desde el nivel institucional. Hay que considerar una historia (hoy desvalorizada), pero no la que se centra en el tradicionalismo, que esta lejos de la realidad. Hay que rescatar el rol que tuvieron el criollo, el gringo, los dirigentes que forzaron situaciones. Trasmitir una idiosincrasia, un sentimiento. Se ha priorizado una historia político-militar y no una historia de la construcción del país

Susana Pereyra Iraola.

domingo, 6 de abril de 2008

Cartas desde la tumba


El andar de los pesados borceguíes que guían al interior de la Unidad Penitenciaria Nº 24, de Florencio Varela, retumban en el largo pasillo y se diluyen con el sonido agrio de las puertas de hierro que se cierran a las espaldas. Aquí, en esta “tumba” a la que llegó por primera vez hace ocho meses, está Diego C., de 22 años, nacido en Quilmes.

Antes que él, la mirada aguijonada de los reclusos que estudian en la escuela que funciona en la cárcel, recibe a La Nación. Diego C. fue uno de os beneficiarios del P de Alfabetización en cárceles, que le dio sus primeras clases para aprender a leer y escribir, como a más de 600 reclusos en las cárceles bonaerenses. Gracias a ello, ahora esta cursando la primaria. Las clases comienzan a despertarlo a un nuevo mundo.

Sin vueltas, Diego cuenta una vida de excesos, violencia, rebeldía y descontrol, pero enseguida asegura que no volverá por ese camino, que cuando salga en libertad, en más de cuatro años, él será otro, y si pudiera salir ya mismo lo primero que haría seria pedirle perdón a su señora, Pamela, de 18 años; a su hija, Brisa, de 2 años, y a su madre, Elvia. Algo que se repite cada vez que ellas o van a visitar y que vuelve a reiterar en esas algo desprolijas y esforzadas cartas que germinan en la soledad de la celda compartida, cuando los ánimos de los 741 reclusos están amainados, pero tensionados al extremo; cuando en el aire no hay bondi (trifulca, pelea)

“Rebardo era yo, Pamela no sabía que salía a robar; yo trabajaba bajando bolsas de papa con el padre de ella; se enojó mucho cuando se enteró. Ganaba 800 pesos al mes ¡Pero me rompía la espalda! En un solo hecho (asalto), con los guachos, podíamos llegar a sacar 3000 pesos cada uno. ¿Sabés qué? No sabía que hacer con tanta plata: me compraba zapatillas de 600 pesos, le compraba ositos de peluche a Pame para que vuelva conmigo, y con regalitos volvió. Entraba a una bailanta con la billetera gorda; en la mesa de nosotros había de todo, tragos de todos los colores, y “vite” como es, cuando estás en la buena tenés más amigos que Roberto Carlos. Una vez estuve “de gira” siete días, empastillado y a pura merca, sin dormir. Probé de todo, pasta base, la pepa, el polvito, marihuana, pastillas… ¡Rebardo era yo! Estoy vivo de suerte: si tengo 38 plomos en todo el cuerpo. Ahora lo único que quiero es aprender y volver a mi casa. Esto es un infierno, ¿sabés?”, cuenta Diego, sentado en el medio de la biblioteca que está junto a las aulas, vestido con equipo de gimnasia, gris y negro, zapatillas blancas, el pelo corto y y un flequillo apenas visible. Sus manos pesadas y callosas acompañarán su verborragia. De vez en cuando juntará sus dedos como un racimo o se tocará la pera para completar una frase o largarse a reír y dejar ver el sarro negruzco que le empaña los dientes.

Diego no se explica como llegó a sexto grado: “No sabía nada; cuando había prueba agarraba a un par de compañeros y os amenazaba para que me hagan la prueba; era un bardo”
.
“Hace ocho meses que me pasaron acá; caí por robo. Antes estaba en Olmos; ahí ni el cielo podía ver. Aquí estoy joya; me gusta aprender… Mirá lo que es esto (apunta a la ventana que deja entrar tibios rayos de sol). ¡Si yo no sabía ni hacer una carta para mis familiares, ni la “a” sabia hacer! Mi señora y mi mamá están contentas, no pueden creer que me rescaté (darse cuenta, salvarse de la mala), que estoy trabajando en la cocina y quiero aprender. Además el que enseña es uno de nosotros, preguntamos sin vergüenza. Cuando encané, Brisa, mi hija, era chiquita… ¡Ahora puedo escribir su nombre!”

Aprender a leer y escribir le brindó, a Diego, un nuevo panorama. La lectura asombrada de las fojas de su expediente lo entusiasmó para esforzarse más, aunque le trae recuerdos de esa tarde en la que perdió. “Fuimos a robar una fábrica de llantas de aleación. La policía nos venía siguiendo. Estuve cuatro días en coma después del asalto; le pedí por favor al policía, pero igual me tiró, me dio, acá en la pierna. Los polis te empapelan: me pusieron en otro robo en el que no tuve nada que ver y con testigos que nada que ver: Yo no sabía ni firmar; firmé cualquier cosa. ¡En el expediente pusieron que estaba con tres pistolas! Pero yo tenía una 22”.

Hay un momento de silencio extraño en el ambiente. Diego vuelve a afirmar: “De robar no quiero saber más nada, me quiero ir a mi casa”.

Pero no todo son cartas llenas de sentimientos encontrados y pedidos de perdón. Con su nueva “arma”, Diego se volvió más demandante. Hoy está algo nervioso porque hace más de un día que tenía que haber recibido la visita de su señora y de Brisa. Esperó y esperó, pero nadie llegó. “No entiendo porqué no vienen; quiero ver a la nena. Me estoy haciendo la cabeza mal. Tengo mucha bronca, pero ya tengo como descargarme”, pronostica con una media sonrisa que intimida. Luego se despide y agradece la visita inesperada. Los borceguíes guían a la salida, la noche llegará pronto. Los fantasmas de Diego se fugarán en sus letras y se apropiarán del papel blanco.


Diario La Nación

El burrito catamarqueño


Pasión y muerte, miles de ejemplares silvestres de este animal bien criollo fueron capturados para faena en la provincia

Tan criollo es el burro y tanta aceptación le damos y tanta fábula noa ha proporcionado y, sin embargo, apenas si lo conocemos, y en cuanto a las personas jóvenes casi ni lo han visto a no ser en ilustraciones, fotos, dibujitos. Tan criollo y tan español por supuesto, y es por eso que para las fiestas se viene –mallorquino o catalán, que así se llaman sendas razas- “cargaito’e turrón”, siendo, además que, como bien sabemos, bastante tiene que ver con la devoción de esas fechas y no por casualidad es que resulta infaltable entre las figuras del Pesebre, tras haber sido el encargado de llevar a la Sagrada Familia a Egipto y de sustentar al mismísimo Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén.

Quizá por ser de más seguro andar en terrenos escarpados que el caballo es que debe haber habido muchos tierra adentro, pues nuestra imagen de las provincias “arribeñas” está - o estaba- entrañablemente vinculada con los burros. Salta o Jujuy, Catamarca o La Rioja, y Córdoba, sobre todo, acerca de la cual basta recordar aquella clamorosa burla porteña al ser derrocado Juárez Celman : “Y ya se fue, / y ya se fue,/ el burrito cordobés/ por la calle Santa Fe…”

Pero ahora en cambio, parece que hay muy pocos, porque es bastante raro encontrarlos y cuando ello ocurre en lugares turísticos generalmente son meros anzuelos que tiran los fotógrafos para atrapar puebleros súbitamente convencidos de o pintoresco que es salir retratado a horcajadas de las pobres bestias.

Por contrapartida, es verdad, tenemos que el burro es símbolo de terquedad y que en su eventual extensión a lo humano viene a representar ignorancia rematada, sin contar con que también suele motejarse de “burro” al caballo de mala estampa, o al de carrera no demasiado veloz.. Pero, en fin, una cosa por la otra; el calor navideño por un lado y la ternura de aquel “todo blanco” recordado por Juan Ramón Jiménez, y del otro, la inevitable maledicencia los ávidos de morder la inalcanzable zanahoria, o indiferentes al extremo, como aquel “burrito del teniente / que lleva carga y no la siente”.

Julio César Forcat, docente de Belén (¡precisamente!), provincia de Catamarca, los ama. Los estudia y se ocupa de ellos a propósito de un hecho muy cruel que esta sucediendo en os cerros de por allá. Lo ha contado y cito uno de sus relatos: “Más de 300 burros domésticos y silvestres fueron capturados para ser sacrificados en las localidades de Laguna Blanca, Corral Blanco, Villa Vil y Barranca Larga, del departamento Belón, durante los meses de julio y agosto de 2006. La totalidad de los burros era conducida a Villa Vil y allí se los obligaba con picanas eléctricas a subir a los acoplados de los camiones. En éstos los animales eran transportados al matadero ubicado en La Pampa.

“La captura, el viaje a Villa Vil y el embarque en el acoplado duraba dos días. Desde Villa Vil hasta el matadero el viaje tardaba otros tres días. En total debían permanecer cinco días sin comer y sin beber, amontonados en los acoplados. Según mis observaciones, en los acoplados había burros pequeños y burras preñadas”
.
Protestó Forcat, protestó y protesta, sin haber encontrado hasta ahora más que oídos sordos. A despecho de leyes y reglamentaciones , suele suceder que en el momento de disponer medidas, la cotización del kilo vivo pesa más que otras consideraciones: no es novedad.

Había por ahí, calcula él, unos 6000 burros silvestres, los que estarían siendo diezmados. El adjetivo que los califica asombra un poco, pero es adecuado para aplicarlo a estos animales cimarrones: desechados poco a poco del ámbito de trabajo en que antes participaban se fueron yendo, sin que a nadie le importara, para los montes y ahí los hábitos de la vida silvestre, hasta que ahora la misma mano del hombre vuelve a alcanzarlos.

Claro que hay otras razone y hasta alguna “patada de burro” interpuesta, y no faltarán alegatos de buena gente ecologista que argumentarán que se han reproducido en exceso y terminan por ser perjudiciales. Acaso sean voces sensatas, sólo que tristes. Tan luego ahora, con las orejas largas recortadas contra la paja del Pesebre y el tembloroso belfo acercándose al Niño para trasmitirle calor. Pero éstas son consejas y vanos sentimentalismos.

Fernando Sánchez Zinny

Carlos gardel y la Tradición Criolla


Para las actuales generaciones Gardel es una tradición que nos llega en múltiples grabaciones, que reviven su voz de timbre excepcional y dúctil tesitura; en aportes de un copioso anecdotario; en fotografías que muestran su simpatía; en películas y en nutrida bibliografía. Esta tradición le asigna, con toda justicia, el galardón de máxima figura del tango.
Sin embargo, en el corazón de Gardel había un rincón gaucho, un fogoncito siempre encendido, aún bajo los rescoldos de una vertiginosa carrera profesional hacia la cima de la fama.

Desde la adolescencia hasta su madurez, Gardel evidenció una marcada preferencia por el cancionero tradicional, por lo auténticamente criollo, en toda la gama de su variado repertorio. Una rápida visión cronológica, para formar un hito entre dos fechas-1912-1935-, desde que Gardel integraba el dúo con Razzano hasta su éxito indiscutible de solista, “el morocho del Abasto” muestra su inclinación hacia la tradición criolla, en la que convergen todas las regiones de la patria. Zambas, estilo, tonadas, cifras, rancheras, canciones y valsecitos criollos matizan constantemente su repertorio.

Y esas letras y música -de algunas de las cuales es autor-, que canta con advertible amor, mencionan lo más entrañable para el gaucho: desde sus costumbres, sus trabajos, sus vestimentas, hasta la ternura o melancolía de sus amores. A modo de ejemplo: “Mi paisanita”, “A mi moro”, “Mi pañuelo bordado”, “Los ojazos de mi negra”, “Mi manta pampa”, “Pobre gallo bataraz”, “La tropilla”, “En la tranquera”, “Mañanita de campo”, “Hasta que ardan los candiles”,”Criollita decí que sí”…
Y no podía faltar en este conjunto criollo la mención del resero (“¡Hopa, hopa, hopa!”) o la labor de paisano que va conduciendo su carreta por la pampa inmensa, “sobre sus pastos amigos”:…Claro caminito criollo florido y soleado/ con pañuelo bordado, hoy me viste pasar…”

Y su admiración por el payador.-conoció a Gabino Ezeiza y a José Betinotti-,en sus canciones “El payador” y “La pena del payador”;en este último vals mencionada nada menos que a nuestro Santos Vega:…Facón de plata al cinto, trabuco amartillado/ espuelas nazarenas, sombrero echao pa’ atrás,/ allá va Santos Vega jinete en su tostado/ pensando que la vida para él está de más”.

Exaltación de lo rural
Y no puedo dejar de citar las películas “Cuesta abajo” y “El día que me quieras”, consideradas hitos de su carrera artística. A esa altura de su trayectoria, siendo árbitro exclusivo de su destino artístico, Gardel impuso su criterio, avalado por el aplauso incondicional de sus admiradores. Pues bien, en ambas películas, pese a esos argumentos que van por otros cauces tangueros, hacen surgir del rincón gaucho de su alma la exaltación de lo criollo, de lo argentino.

Gardel se las ingenia para que se luzcan ante el mundo los cantos nativos, nuestras danzas y canciones, la belleza de la pampa. En “El día que me quieras” se presenta formando una compañía artística –cuyos integrantes visten ropaje gauchesco-, que se dedica a interpretar nuestro folklore nativo, un poco estilizado, adaptado al público al que se dirigía. Enana escena exalta nuestro instrumento nacional, interpretando “Guitarra, guitarra mía”. ¡Y hasta presenta un malambo en la Nueva York de entonces!

En “Cuesta abajo” se hace aún más patente el criollismo de Gardel, aunque el hilo argumental toma otros rumbos: se trataba de mostrar el perfil tanguero de Gardel, el Buenos Aires nocturno, los bajos fondos de París y de Nueva Cork. Sorprendentemente en este escenario aparece un remanso, el campo argentino. El coprotagonista, en esta circunstancia, traza un acertado panegírico sobre la belleza, la paz y la emoción purificadoras de nuestra tierra y de nuestros paisanos. Tomando como pretexto el cumpleaños de la deuteragonista, se celebra en su honor una fiesta campera. Los peones con su vestimenta típica, presentan una muestra de nuestro folklore nativo, con guitarras, cifras y tonadas, y bailando malambo.

Setenta y dos años nos separan del vuelo frustrado de nuestro prodigioso zorzal, que nunca volvería a su Buenos Aires querido. No obstante a tanta distancia en el tiempo de su viaje definitivo, todavía nos llega su voz, con su respuesta de sincera modestia ante los elogios por su canto criollo: “…Cualquiera canta con guitarras que suenan tan lindo”…

-¡No! Cualquiera no canta como Carlos Gardel, así lo acompañen guitarras de concierto.

Pero sí puede afirmarse que cualquiera, aún más si es argentino, puede tener en su corazón un rincón gaucho como el que Gardel como el que Gardel guardaba en el suyo.


Gloria O. J. Martínez

Tarzan de los Monos


El libro empieza con dos advertencias: “Esta historia me la proporcionó alguien que no tenía motivo alguno para contármela, ni a mí ni a nadie”. La otra advertencia, ambas en el primer párrafo del capítulo uno, señala que ese alguien era un borrachín empedernido, sobre quien ejercían “seductora influencia los vapores etílicos de una añeja cosecha”. Sin embargo tales salvedades no constituyeron obstáculo para que el libro Tarzán de los Monos vendiera un millón de ejemplares en 1914, año de su primera edición. Su autor reconoció haberse inspirado en la leyenda de Rómulo y Remo para crear a su extraño personaje, que empieza siendo una criatura de pocos meses, sobreviviente de un naufragio frente a las costas africanas y luego criado en el seno de una evolucionada manada de simios. En el hipotético idioma de su madre adoptiva, la mona Kala, la palabra Tarzán significa piedra blanca.
La vertiginosa popularidad que cosechó el hombre-mono –en realidad un aristócrata inglés, miembro de la dinastía Greystoke-, más el suculento negocio que representaba fueron motivo suficiente par que su creador (norteamericano: 1875-1950) extendiera las proezas selváticas de Tarzán a otros 23 libros, el comic, el cine y la televisión. La primera película de Tarzán data de 1918, era muda y fue protagonizado por Elmo Lincoln un agente de policía. Mucha más popularidad obtuvo un quíntuple campeón olímpico de natación, Johnny Weissmüller, a cargo de ese papel en doce films, entre 1932 y 1948. El padre literario del hombre-mono, ávido lector de Julio Verne y de Rudyard Kipling (autor de El libro de las selvas vírgenes), nunca viajó a África, fue empleado de tienda y obrero ferroviario hasta los 36 años y sólo la publicación de la primera de sus novelas le permitió acumular una sólida fortuna. Las iniciales de su nombre son E.R.B. ¿Cómo se llamaba? ¿Quiénes eran Jane y Tantor en le libro Tarzán de los Monos?

El creador de Tarzán fue Edgar Rice Burroughs En Tarzán de los Monos, Jane Porter era hija de un antropólogo; Tarzán se enamora de ella y ella contribuye a que él descubra su verdadera identidad. Tantor es el elefante al que Tarzán convoca (con un grito característico) cuando se halla en aprietos.

Norberto Firpo

Entre la tierra y el cielo por Los Nocheros

Mi esposa Hebe es fanatica de los nocheros y esto se lo dedico a ella...

La fiebre amarilla en Buenos Aires


Nunca conoció Buenos Aires tiempos más tétricos y oscuros como aquellos primeros seis meses de 1871. El brote epidémico, como ahora, había surgido en Paraguay, y las condiciones sociales y sanitarias de la vieja aldea, que caóticamente trataba de convertirse en metrópoli, favorecieron su llegada a Buenos Aires. Hoy, que las tapas de los diarios han vuelto a hablar de la fiebre amarilla, repasar aquel flagelo ayudará a comprender que muchas condiciones que entonces lo hicieron posible, están presentes en esta Buenos Aires del siglo XXI.

Cuando en el caluroso enero de 1871 comenzaron a llegar los primeros veteranos de la Guerra del Paraguay, la fiebre desembarcó con ellos. Buenos Aires tenía algo más de 180.000 habitantes, muchos de los cuales eran inmigrantes que se hacinaban en los conventillos del Sur. La mayoría de la población se abastecía de agua de aljibes e incluso del propio río. Los saladeros y el Riachuelo eran focos de podredumbre e infecciones.
La primera muerte se contabilizó el 27 de enero en una vivienda de la calle Bolívar 392 (hoy 1262). Al pasar los días, fueron en aumento y al promediar febrero no bajaban de 40 diarias. Los más afectados eran los inmigrantes italianos, que fueron estigmatizados. Al comenzar marzo, cerraron escuelas, iglesias, bancos y comercios.
Una comisión popular recorría las casas donde había habido una muerte y desalojaba a sus ocupantes, cuyas pertenencias eran quemadas en una pira. Los muertos ya eran cientos cada día. Miles de porteños huyeron y el presidente Sarmiento con todo su gobierno abandonó Buenos Aires.
En abril la epidemia llegó al punto máximo. El 9 se produjeron 501 muertes; el 10 de abril 563. Los médicos caían ellos mismos víctimas del mal. Así dieron la vida, entre otros, los doctores Roque Pérez, Manuel Argerich y Francisco Muñiz.
El cementerio del Sud, hoy convertido en Parque Ameghino, colapsó y debieron adquirirse tierras en la Chacarita de los Colegiales, para enterrar a los muertos. A lo largo de la calle Corrientes, un tren de la muerte trasladaba a las víctimas hacia las fosas comunes.
Hacia junio, cuando el frío amenguó la epidemia, las muertes totales se estimaron en 14.000. Buenos Aires ya no sería la misma. Los barrios del Sur comenzarían una decadencia de varias décadas y el conventillo iría retrocediendo como la vivienda típica de una ciudad decidida a modernizarse y que en pocos años se convertiría en la París de América del Sur.
Pasaron 137 años, pero mucho en la Buenos Aires actual se parece más a aquella ciudad que conoció el horror. Las condiciones de vida en las villas son peores que la de los conventillos de entonces, miles buscan en la basura su forma de sustento, y las quietas aguas del Riachuelo son el oscuro testimonio, a la vez que una alarma, de una Buenos Aires a la que las lecciones de la historia parecen serle ajenas.

Javier Navia

Juana de arco


La heroína francesa Juana de Arco, a quién la Iglesia consagró santa en 1920, admitía que muy frecuentemente escuchaba voces celestiales, tal vez de San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita. Sin embargo un tribunal religioso interpretó que esas voces provenían del infierno y que por lo tanto Juana era una bruja, estaba endemoniada y debía ser condenada a la hoguera. Tal condena se cumplió en la plaza del mercado de Ruán (Rouen), en el norte de Francia, por entonces una aldea ocupada por las fuerzas invasoras de Inglaterra. Uno y otro país dirimían un largísimo enfrentamiento bélico, en cuyo transcurso ella había comandado ejércitos que lograron recuperar Orleáns y otras ciudades e inclinar a favor de su país la suerte de esa disputa. Los jueces la raparon antes de que la ataran a una estaca y le encasquetaron un bonete que decía en francés, hereje, apóstata, idólatra y relapsa (o sea pecadora reincidente). Cuando ya los leños ardían bajo sus pies, Juana invocó a Jesús y le pidió al sacerdote Isambard de la Pierre –uno de sus jueces- que mantuviera enalto un crucifijo, por sobre la humareda, para que pudiera verlo. Nacida en Domrèmy, un pueblo de labriegos, la legendaria doncella de Orleáns vivió apenas 19 años y desde su infancia se manifestó impulsada por un fuerte misticismo, hasta tal punto que unos cuantos modernos tratados de medicina suelen citarla como ejemplo para el análisis de trastorno psíquico que consiste en el desdoblamiento de la personalidad. Lo cierto es que Juana consiguió persuadir a la influyente nobleza y a los altos mandos militares para que admitieran lo que ella creía personificar: una enviada de Dios para salvar a Francia. Apresada en la provincia de Borgoña, por franceses al servicio de las tropas enemigas, nada hizo el rey Carlos VII para rescatarla, aún cuando Juana le había prestado esencial ayuda para que fuese coronado. ¿En qué siglo sucedieron estos hechos? ¿Con qué nombre menciona la historia la guerra que tuvo a Juana de Arco entre sus protagonistas?

Juana de Arco vivió entre los años 1412 y 1431 (siglo XVI) y libró sus batalas en el transcurso de la llamada Guerra de os Cien Años (1327-1453)

Norberto Firpo

miércoles, 26 de marzo de 2008

La Querencia


Imagen de un cuadro de la pintora Graciela Guercia

La Mazorca


¡Mueran los salvajes unitarios!, de Gabriel Di Meglio, resuelve con sencillez algunas de las complejas tramas políticas, sociales y culturales del segundo período de gobierno de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires (1835-1852), Lo hace a través de un estudio de lo que, muy groseramente, se podría definir como la policía política del Restaurador de las Leyes: la Mazorca brazo armado y homicida de la Sociedad Popular Restauradora.
La aparición, en la Buenos Aires criolla, de esta inusitada herramienta de poder- desconocida hasta entonces no porque hubieran faltado políticas terroristas, sino porque ninguna había sido ejecutada con medios clandestinos- se debió a las luchas entre partidarios y enemigos del Restaurador de las Leyes, entre fines de su primer gobierno, en 1832, e inicios del segundo en 1835. Durante ese lapso de incertidumbre y conflicto y mientras Rosas trataba de obtener mayor prestigio con su campaña al desierto, su esposa Encarnación Ezcurra se las arregló para deshacerse de adversarios y competidores con una puntillosa red de alianzas, regalos y halagos a los sectores oprimidos de la sociedad porteña, libertos, sirvientes, jornaleros y gauchos sin otro amparo que la amistad de la influyente señora. Ese aparato de espionaje, delación y amenaza sumado al patrocinio de los partidarios que su marido había logrado reclutar entre el patriciado porteño, le permitió a doña Encarnación poner en manos de Rosas una fuente de presión política y social que tendría a cargo la sangrienta tarea de eliminar a algunos de sus numerosos enemigos. El conciso relato de Do Meglio presente una matizada pintura de os efectos morbosos que produce en una sociedad un poder público desmedido: el odio de partido, los celos personales en la búsqueda de prebendas y privilegios, la delación como vehículo del resentimiento o instrumento de extorsión para lograr ventajas o legitimar abusos. El autor se ha documentado sobre los procesos judiciales y policiales del período, los presenta con exactitud y una inmensa percepción de las miserias humanas subyacentes.
La consigna de guerra contra sus enemigos, “¡Mueran los salvajes unitarios!”, le permitió a Rosas generar una adhesión simplificada, irreflexiva y autoritaria de sus acciones políticas y militares y, al mismo tiempo, establecer con sencillez el estereotipo del adversario por excelencia: ilustrado, europeísta, irreligioso, amigo de extranjeros, enajenado de su propia patria y, por ello, enemigo del pueblo, de la gente humilde y laboriosa. Esos salvajes unitarios –en verdad, casi borrados del país hacia 1830, pero presentados bajo los disfraces más cambiantes- terminaron siendo, para los rosistas, los únicos responsables de la guerra civil sangrienta e interminable, de las intervenciones extranjeras, de los miserables bloqueos navales contra el puerto de Buenos Aires y de toda amenaza de caos y anarquía. ¡Mueran los salvajes unitarios! Presenta, en suma, una lectura sagaz sobre el tipo de terror aplicado por el Restaurados, que se empeñaba en mostrarlo una y otra vez como la reacción legítima y popular frente a sus incansables provocadores, aunque sabía muy bien que era producto de sus propias decisiones y elemento inseparable de su estilo de gobierno.

Rogelio S. Paredes

Empezar de nuevo

Yo tenía miedo a la oscuridad,
hasta que las noches se hicieron largas y sin luz
Yo no resistía el frío fácilmente,
hasta que aprendí a subsistir en ese estado
Yo le tenía miedo a los muertos,
hasta que tuve que dormir en el cementerio
Yo sentía rechazo por los rosarinos y por los porteños,
hasta que me dieron abrigo y alimento
Yo sentía rechazo por los judíos,
hasta que le dieron medicamentos a mis hijos
Yo lucía vanidoso mi pulóver nuevo,
hasta que se lo di a un niño con hipotermia
Yo elegía cuidadosamente mi comida,
hasta que tuve hambre
Yo desconfiaba de la tez cobriza.
hasta que un brazo fuerte me sacó del agua
Yo creía haber visto muchas cosas,
hasta que vi a ni pueblo deambulando sin rumbo por las calles
Yo no quería al perro de mi vecino,
hasta que aquella noche lo sentí llorar hasta ahogarse
Yo no me acordaba de los ancianos,
hasta que tuve que participar en los rescates
Yo no sabía cocinar,
hasta que tuve frente a mí, una olla con arroz y niños con hambre
Yo creía que mi casa era más importante que las otras,
hasta que todas quedaron cubiertas por las aguas
Yo estaba orgulloso de mi nombre y apellido,
hasta que todos nos transformamos en seres anónimos
Yo criticaba a los bulliciosos estudiantes,
hasta que de a cientos me tendieron sus manos solidarias
Yo estaba bastante seguro de cómo serían mis próximos años.
Pero ahora ya no tanto
Yo no recordaba el nombre de todas las provincias.
Pero ahora las tengo a todas en mi corazón
Yo no tenía buena memoria, tal vez por eso ahora no recuerde a todos.
pero tendré igual lo que me quede de vida para agradecer a todos
Yo no te conocía, ahora eres mi hermano
Teníamos un río, ahora somos parte de él
Es la mañana. Ya salió el sol y no hace tanto frío. Gracias a Dios.
Vamos a empezar de nuevo.