miércoles, 18 de junio de 2008

Don. Eduardo Saguier


Don Eduardo Saguier era un paraguayo llegado a Buenos Aires en los años ’20, se afianza en esa ciudad donde forma su hogar sin olvidar jamás a su querido Paraguay ni a su pequeña Villeta donde ha nacido y estudiado.
Desenvuelve su vida en actividades útiles, conservando y cultivando diariamente la práctica y el uso del idioma guaraní, que habla fluidamente en cuanta oportunidad se le presenta.
Es así, que de ese querer cultivar un idioma que amaba y comprendía profundamente, frecuenta los círculos donde se desenvuelven las gentes que también lo hablan: paraguayos, correntinos, chaqueños, misioneros, formoseños.
En el año 1944 da comienzo a sus cursos de enseñanza del guaraní en la Academia Correntina del Idioma Guaraní, con bastante afluencia de alumnos.
En el año 1945 repite ese curso e inaugura otros en el Instituto Cultural Argentino Paraguayo del Museo Social Argentino y en la Asociación Correntina Gral. San Martín, que le brindan sus aulas para desarrollar sus clases, donde hace innumerables amigos entre sus alumnos de la más variada condición y de quienes por ser amigos en un interés común, nunca recibió otra gratificación que la de la amistad y la de compartir el amor por una lengua autóctona.
En 1946 es nombrado miembro de la Academia Correntina del Idioma Guaraní; y en ese mismo año, en una recopilación de sus clases aparece la primera edición de “El Idioma Guaraní – Método práctico para su enseñanza elemental”, recibido con gran beneplácito en el mundo del habla guaraní, pues venía a llenar un importante vacío en la enseñanza y divulgación de la lengua.
Con esa obra comienza a profundizar sus estudios filológicos y en 1948 propone un trabajo titulado “La numeración guaraní – Una tentativa para su formación”
Al comenzar el año 1950 es nombrado Académico Correspondiente de la Academia de Cultura Guaraní de la República del Paraguay.
En ese mismo año se le designa delegado ante el Primer Congreso de la Lengua Guaraní-Tupí realizado en Montevideo y donde presenta los siguientes trabajos; “La acentuación del vocablo guaraní” y “La conjugación del verbo SER en guaraní”.
Demás está decir que durante todos estos años prosigue humilde, callada y desinteresadamente, su fundamental labor de enseñanza de la lengua que tanto amaba, en los distintos lugares que hemos mencionado, enriqueciendo al mismo tiempo su conocimiento y el de sus alumnos con estudios cada vez más profundos de la lengua.
De esos estudios y de ese tesón surge en el año 1950 la impecable traducción al dulce y expresivo idioma guaraní de la obra “Martín Fierro” de José Hernández, agregando al cuadro pampeano con pinceladas maestras, nuevos brillos que hacen resaltar aún más los reflejos del alma noble, abnegada y sufrida de un típico producto sudamericano como es el gaucho; siendo necesaria una gran capacidad interpretativa y un genuino americanismo para mantenerse fiel al espíritu hernandiano en la traducción de su maravillosa obra.
Así, del fruto de sus investigaciones pudo brindar a sus alumnos, todo un nuevo material lingüistico para enriquecer su vocabulario con nuevas formas y poder expresar en guaraní todas las ideas emotivas y subjetivas que puede crear la mente humana.
Don Eduardo Saguier era por sobre odas las cosas un “enseñador”, como gustaba decir de sí mismo, tal como se dice en guaraní, pues los títulos de profesor o maestro son solo atributos divinos, quedando para el hombre solo la tarea de “enseñador” que desempeñaba con humildad y amor y por el simple y profundo interés de perpetuar la lengua que formaba parte de sus raíces.
Luego, una penosa y larga enfermedad lo aleja definitivamente de sus actividades culturales, dejando truncas una cantidad de obras e ideas.
En el mes de agosto de 1969 fallece, dejando en el recuerdo de quienes lo conocieron sus profundos conocimientos, su generosidad en trasmitirlos y la perdurabilidad de su obra. Tenía 77 años de edad
Don Eduardo Saguier era mi padre.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Del aljibe, del agua y de los hombres




En la inmensidad del territorio, en multitud dispersa, los molinos de viento, aquellos gigantes a los que arremetiera el Quijote. Dan cuenta de la necesaria armonía de los elementos, de la tierra, el viento, el aire, el agua. Más allá. El remolino intenso, la vastedad estéril del desierto sin el hombre. Y por allí a un costado, una tapera que alguna vez fue hogar. ¿Imágenes del pasado? Ojalá. Con tanta cosa técnica o eléctrica como por fortuna inventan, lo cierto es que los hombres de campo siguen sabiendo que hay años buenos y años malos, y que hay que mirar al celo después de cada siembra, gastarse los ojos escrutándolo antes de cada cosecha.

Pues bien, el aljibe ayuda a que el agua esté a que la bendición del agua sea. La mitad de mi sangre árabe es hija del desierto y de los aljibes; a veces me pregunto si alguno de mis mayores, sin más copa que el cuenco de sus manos, bebió en alguno de los veintiocho aljibes del Albaicin, allá en la bella Granada. Tal vez para ese ancestro fuera como para el poeta paraguayo Hugo Rodríguez- Alcalá: “Pero no hay un rumor un son in canto/ un himno tan beatífico y doméstico como el que llega del aljibe”. Doméstico, propio, lo siente también Borges al añorarlo o presentirlo:”No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas…/vienen del patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos” Y ambos hacen coincidir aljibes y parras, que es como decir agua y vino, como decirlo todo; para Borges “Grato es vivir en la amistad oscura/ de un zaguán de una parra o de un aljibe” a lo que agrega Rodríguez-Alcalá: ”Al final de la parra está el aljibe/ y, dentro de él, un círculo celeste/ copia el vuelo fugaz de las palomas”.

Es que tiene mucho de eternidad saber donde abrevar y tiene más de porfía buscar el hueco, silencioso hasta que el eco del agua resuena entre paredes redondas y profundas. Acaso el hombre se animó y alternó voces y silencios. Acaso no tenía más deseo de beber y entrecerrar los ojos en el espacio oscuro, en la rogativa a la madre naturaleza: “Madre que la napa no esté lejos…” En su búsqueda, el agua era el nombre de toda la esperanza que contiene un aljibe. Cuanto más árido el terreno, más grande y hondo el pozo; un balde y su roldada bastan para extraerle vida a la tierra, vida que a la tierra volverá entre el giro rudimentario y el chirriar de la pequeña rueda, y las gotas de agua, cristales que salpican manchados de colores. Y todavía, en lugares precisos y alejados, un viejo malacate a tracción de caballo –ojos vendados para que no se maree- recorre sin descanso el único trecho que le ha tocado del ancho mundo, el que rodea al pozo.

Rocío de madrugada, perladas hebras de agua, capa protectora de pastos y piedras donde se dibuja la geografía que al paisano le está destinada. La superficie se trastoca, se reinventa, se afirma. El hombre, desde siempre, cambia de lugar lo establecido; invoca y evoca: sabe que el riego salvador ha de imitar el rocío, en su tenaz brillar y humedecer. Cuando el horizonte es desazón, y esa nube panzona y lejana apenas una promesa, le llega la memoria ancestral del aljibe, ese arábigo recipiente que, a cielo abierto, guarda el dulzor del agua, lo atesora y con él mide el inasible tiempo, constata el irrevocable paso de los días. Piedra con piedra en la pared, la soga –tal vez una cadena- y el pequeño balde que trae desde el fondo una andanada de gotas, una tropilla de agua que busca el cántaro y que de allí saldrá en su día como deleite en la abundancia, como sosegado y contenido, escaso tramo, en épocas de falta.

Padre del encanto para el sediento, el aljibe se prende a la tierra que ha horadado, y esa mansa superficie de espejo vive entre la ilusión y la plegaria del hombre. Quieto en la pampa, imagen de la templanza en la espera propia de hombre de campo, se va enredando en su brocal la rama florida. Y, tranquilo como está, el espejo se rompe con las manos que se hunden para mojar la cara, manos que buscan acariciar la frescura, manos que vuelven y al volver es para hundirse en la transparencia del agua mansa que sabe lavar heridas, proponer y hacer la belleza de las cosas y las gentes.

Saciar la sed. Reflejar el rostro. El agua, inasible, arisca, se escurre huye del juego de Narciso para volver en el verdor de la espiga, para volver también en lágrimas. Y otras veces retorna sanadora, esa reina maga de la aridez que se transforma, que corre y manda que busca al hombre y a las otras criaturas, las besa y lava. Viene desde el aljibe, espacio recibido desde la heredad andalusí que alguno querrá olvidada, y tal vez haya olvidado pero no el agua, que recuerda sin duda aquellos aljibes recamados en mosaicos que la rodearon de hermosura.

Eduardo Scarso Japaze

La vanguardia ganadera



Historia de los emprendedores que transformaron el campo, tanto en su fisonomía como en su capacidad de producir bienes

Idea generalizada es que todo fue soltar las vacas y esperar a que aparecieran los ganados gordos y relucientes, las tabladas y os bretes desde donde comenzaba el viaje hacia los paladares británicos. La opulencia arquetípica de la pampa se halla expuesta de un modo cabal y convincente en esa versión idílica de un pasado que nunca existió.
Los animales se alejaron, crecieron y se multiplicaron; eso es cierto y también de ese hacho nacieron primero la práctica depredadora de las vaquerías y luego la explotación de estancias, al comienzo no más que puestos desde donde se salía reunir hacienda chúcara. Pero nada fue sencillo, sino que costó excepcionales esfuerzos. No era Jauja el Río de la Plata; nunca lo fue, entre otras cosas, seguramente, por que Jauja no existe.
Ese ganado cimarrón era de carnes magras y duras y ostentosa cornamenta. Se aprovechaba el cuero y más tarde el sebo y algo el hueso y, con el correr del tiempo, los saladeros crearon el transitorio reinado del tasajo, fuente importante de riqueza durante un momento que duró décadas. Fue uno e los grandes recursos de la zona, opacado al promediar el siglo XIX por la espectacular difusión de los ovinos, cuya lana convertían en paño las hilanderías inglesas.
De lo que pasó después y de lo que volvió clásicas por el sabor y el prestigio las carnes argentinas trata el libro La vanguardia ganadera bonaerense, 1856-1900, de Carmen Sesto, doctora en Filosofía y Letras e historiadora, editado por la Universidad de Belgrano. Por cierto, de entrada llama la atención –y hasta choca un poco- esa caracterización militar de “vanguardia”, aplicada a un grupo de estancieros activos y exitosos; con ella la investigadora quiere enfatizar el papel determinante de los terratenientes que en ese lapso tomaron la iniciativa de promover –entre dudas, fracasos, marchas y contramarchas- la mejora del ganado, la racionalización en la forma de explotarlos y la captación de mercados en Europa, proceso complejo que demandó ingentes trabajos.
Es frecuente atribuir a tales acontecimientos el ser mera consecuencia del abandono de los campos en el Viejo Mundo y de la simultánea expansión local de la red ferroviaria. Los estancieros habrían tenido, entretanto, una actitud pasiva y el beneficio gratuito de la acelerada valorización de las tierras.
Con casi abrumadora abundancia de datos, Carmen Sesto muestra lo parcial de esa presunción facilista. No, las vacas no eran gordas y hubo que engordarlas; tampoco los mercados estaban abiertos y hubo que golpear mucho sus puertas para poder ingresar. En el camino estaba la imprescindible mestización y la creación de pasturas adecuadas. Pero para preservar los rodeos y los sembradíos hubo que alambrar y apotrerar las estancias y reformular sus tareas.
La “fábrica” rural
La antigua tradición de oficios y jerarquías fue transformada y dio paso a otra nueva, fundada en la previsibilidad y regularidad de la producción: sobrevinieron, entonces, los cabañeros y los invernadotes y la estancia misma se convirtió en una “fábrica “de bienes rurales, coyuntura de importancia decisiva en nuestra historia social: se tuvo, en pocos años, la promisoria realidad del Centenario, con una magnífica ganadería como uno de sus principales sustentos; la contracara fue la extinción irremisible de costumbres y destrezas que parecían ser la sustancia misma de la condición argentina y que, ensalzadas nostálgicamente más tarde, habrían de constituir el trasfondo sentimental de nuestra memoria como nación.
La obra de Carmen Sesto arroja meridiana luz al respecto. La “vanguardia” que hizo posible ese cambio fue, en su concepto, no más de una cincuentena de grandes terratenientes progresistas y visionarios, capaces de prever altas rentabilidades de llegar a buen puerto la transformación que propiciaban: no era la facilidad de lo que hallaban lo que los inducía a ese empeño, sino que en rigor, venían a terminar con la facilidad conocida y a inaugurar una etapa de redoblado esfuerzo y de no pocas dificultades por vencer.
La técnica frigorífica no comenzó a tener peso sino a fines de la etapa expuesta en este libro. Antes se apuntaba a la venta de ganado en pie y las primeras tentativas – hechas en el mercado francés y no en el inglés como se cree habitualmente- arrojaron resultados francamente desalentadores. Pero se persistió, en competencia con productos norteamericanos y de varios países europeos, frente a los que existía la desventaja de ser nuestros novillos de menor peso, mayores los fletes y desagradable la carne para el gusto europeo.
En el traslado morían muchos animales, casi de inmediato estuvo presente la aftosa y los representantes comerciales idóneos eran moscas blancas. Como es natural, superar cada una de esas trabas originaba nuevos gastos que recortaban, más y más, las ganancias.
De los nueve lustros que Carmen Sesto estudia, en ocho el balance general no terminó nunca de ser abiertamente positivo; había posibilidades tercamente aferradas a ser a seguir siéndolo. Sólo en el último comenzaros a verse logros y a bosquejarse perspectivas que pronto habrían de ser excepcionales; la labor estaba hecha y comenzó hacia esa fecha, y no antes, el apogeo de la campaña bonaerense.
Razas
Para 1895 se contaba en las grandes estancias con medios para asegurar el cultivo y la cosecha de forrajes, lo que había entrañado hacer grandes inversiones. Señala la autora que sólo una vez resuelto eso pudo atenderse a los vacunos mejorados de manera eficaz, en tanto el agua pasó a ser obtenida mediante molinos, norias y pozos artesianos con independencia del régimen pluvial. Ya pacían, para ese tiempo, los Shorthon, Hereford. Durham y Aberdeen Angus. El campo se había vuelto reconocible para quienes hoy continúan en él.
Estaba en pie una nueva tradición de trabajo asiduo y paciente, tributario del ejemplo de los pioneros ingleses, establecidos con lanares medio siglo antes; la “vanguardia” venía a ser el remate y la culminación de aquella primera inquietud modernizante. Sus integrantes –Leonardo Pereyra, Domingo Frías, Ángel de Alvear, Emilio Frers, los Casares, los Cobo, Pedro Luro, José Martínez de Hoz, Tomas Duggan, Emilio y Rodolfo Bunge, entre otros- trajeron lo que ahora conocemos.

Fernando Sánchez Zinny

miércoles, 7 de mayo de 2008

Las pinturas de Ricardo

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miércoles, 30 de abril de 2008

Empezar de nuevo

La escribió de madrugada. Descargó en el teclado toda la angustia contenida. A la mañana siguiente, la envió como un anónimo a un amigo. Un sentimiento compartido por gente de todas partes y la exponencial propagación que permite Internet hicieron el resto: si poesía puso palabras a la emoción que muchos no lograban expresar.
“Empezar de nuevo “se transformó en un fenómeno inesperado. Circuló por la Web y Carlos Gariba se sorprendió con el resultado: recibió cientos de e-mails y salió por radio de todas las latitudes. Carlos tiene 43 años, es abogado y padre de cinco hijos. En el living de su casa recibió a La Nación
El agua llegó a seis cuadras de su vivienda. Así todo., se sintió movilizado “los que no estuvimos afectados directamente tenemos una obligación adicional. Te vas enterando de lo que pasa, te queda adentro y de alguna forma sale. “se lo envié a Eduardo Mogni, un amigo de Haedo, diciéndole que era anónimo, No me creyó”, dice.
El teléfono no para de sonar. Su casilla explota cada vez que se la nombra en una radio. Pero está conforme. No por una cuestión de anidad, sino porque cree que sus estrofas empujarán a muchos a ayudar. A su hija Ana de 21 años, se lo leyeron en la facultad. Ella y sus compañeros llegaron al final llorando. Cuando escuchó que era obra de su padre no podía creerlo. En cambio Guillermo, de 18, no se sorprendió. Se despertó cuando lo leían en una radio y cuando llegó al final, se sonrió: “No me pareció raro porque a mi viejo lo conozco. Pero me sorprendió la respuesta que tuvo”.
La familia se completa con Alejandra de 25, Facundo de 14, Rodrigo de 10 y su esposa Susana.
Carlos es gerente de recursos humano de una empresa, que como casi todas por aquí, debió adecuarse a esta nueva realidad: muchos de sus miembros padecen directamente el desatino de las aguas. “Tuvimos que convocar a un psicólogo que nos hablara y nos ayudara a sobrellevar esto”, cuenta.
Carlos habla de la reconstrucción que le espera a Santa Fe, de la demanda material y psíquica que viene. El llanto le ahoga la voz.
De adolescente integraba un grupo literario. “Abandoné la continuidad, pero la sensibilidad no se pierde”, comenta. La inmensa cantidad de e-mails y llamadas telefónicas demuestra que su capacidad de conmover sigue intacta. De ello dan fe sus versos.


El poema

Yo tenía miedo a la oscuridad,
hasta que las noches se hicieron largas y sin luz
Yo no resistía el frío fácilmente,
hasta que aprendí a subsistir en ese estado
Yo le tenía miedo a los muertos,
hasta que tuve que dormir en el cementerio
Yo sentía rechazo por los rosarinos y por los porteños,
hasta que me dieron abrigo y alimento
Yo sentía rechazo por los judíos,
hasta que le dieron medicamentos a mis hijos
Yo lucía vanidoso mi pulóver nuevo,
hasta que se lo di a un niño con hipotermia
Yo elegía cuidadosamente mi comida,
hasta que tuve hambre
Yo desconfiaba de la tez cobriza.
hasta que un brazo fuerte me sacó del agua
Yo creía haber visto muchas cosas,
hasta que vi a ni pueblo deambulando sin rumbo por las calles
Yo no quería al perro de mi vecino,
hasta que aquella noche lo sentí llorar hasta ahogarse
Yo no me acordaba de los ancianos,
hasta que tuve que participar en los rescates
Yo no sabía cocinar,
hasta que tuve frente a mí, una olla con arroz y niños con hambre
Yo creía que mi casa era más importante que las otras,
hasta que todas quedaron cubiertas por las aguas
Yo estaba orgulloso de mi nombre y apellido,
hasta que todos nos transformamos en seres anónimos
Yo criticaba a los bulliciosos estudiantes,
hasta que de a cientos me tendieron sus manos solidarias
Yo estaba bastante seguro de cómo serían mis próximos años.
Pero ahora ya no tanto
Yo no recordaba el nombre de todas las provincias.
Pero ahora las tengo a todas en mi corazón
Yo no tenía buena memoria, tal vez por eso ahora no recuerde a todos.
pero tendré igual lo que me quede de vida para agradecer a todos
Yo no te conocía, ahora eres mi hermano
Teníamos un río, ahora somos parte de él
Es la mañana. Ya salió el sol y no hace tanto frío. Gracias a Dios.
Vamos a empezar de nuevo.

El trabajo, eje de la memoria rural

“Hay un molino de viento de 1840 que fue rearmado por Enrique Udaondo en el Museo de Luján, uno de los pocos referentes que quedan de la industria de la molienda en Buenos Aires: falta ponerlo en funcionamiento. En los alrededores existen referencias de antiguas molinos accionados por energía hidráulica. En Baradero he visto locomóviles (generaban energía a partir del vapor y desplazaron al caballo para tirar del arado), trilladoras y vagones se conservan”.Carlos Moreno habla de los temas que ha investigado en sus libros: el hombre, el trabajo, el patrimonio.
Su relato es un repaso pormenorizado de hechos sencillos a partir de los cuales el campo adquirió una fisonomía cada vez más productiva: “Quedan restos de los tajamares, improntas de las piedras de los batane s que construyeron los jesuitas en Alta Gracia. El primer elevador de granos se construyó en Rosario en 1865. El dique San Roque, sobre la cuenca del Río Primero, en Córdoba, inaugurado a pesar de mucha resistencia local en 1891, fue precursor en el país. En Colón, donde estuvo la colonia San José, fundada por Urquiza, se mantienen casas de los colonos, testimonio de las décadas 1870-90 cuando se produjo un gran cambio en la producción acompañado por el ferrocarril. El molino Forclaz, en la colonia Santa Fe, es de esa época, como los molinos hidráulicos que se conservan en Jachal (San Juan), donde se hacía la molienda del trigo que luego se transportaba a Chile a lomo de mula”
Moreno incluye en su descripción del patrimonio elementos que no suelen considerarse significativos:”Los galpones, los montes, también son parte de una memoria integrada. Todo eso requiere un estudios científico que nos permita comprender y valorizar el trabajo: la tierra, la pampa yerma, fueron transformadas por el ingenio y el trabajo”

¿Qué hace el hombre ante los recursos naturales para transformarlos en función de su necesidad? Como lo describe en su último libro El hombre, el trabajo, los recursos, los españoles llegaron a América y encontraron un acueducto construido en Chapultepec; herramientas de piedra, navajas de obsidiana, y el uso de la piedra para moler maíz; los pueblos andinos de la cultura tiahuanaco fundían el oro, la plata, el cobre, el estaño en primitivos crisoles en los que el fuego era avivado por el viento. Los huarpes extraían metales en el valle de Uspallata. En San Antonio de los Cobres se han encontrado huairas (hornos para fundir), narayes (morteros de piedra) y moldes de piedra para recoger el metal fundido. Un relato técnica y científicamente pormenorizado de lo que fueron logrando constituye la médula apasionante de este libro: desde los recursos para drenar el agua de las minas, la explotación del salitre y el guano, las técnicas de perforación, la fabricación de armas y enseres utilizando plomo y hierro, las curtiembres, el agua, el viento y el fuego como fuentes de energía, hasta el motor de vapor, la electricidad.
Aquí no había nada o casi nada, pastizales, los yeguarizos salvajes dejados por la expedición de Pedro de Mendoza, los vacunos guampudos que se reproducían libremente después de la llegada de Juan de Garay.”Muchas veces se habla de cascos coloniales, asignándoles fecha de prestigio: en realidad durante la colonia el campo casi no tenía importancia, contaban las vaquerías, el comercio, el contrabando. Hubo excepciones, como Ramos Mexía en “Miraflores”, fundó una estancia en 1814 comprándoles su tierra a los indígenas, que después nunca le hicieron un malón. Asumió riesgos, fue un hombre valiente, de ascendencia inglesa, formado en Chuquisaca, con un pensamiento muy humanista. También hubo otros tipos de estanciero, que enfrentaban el tema del campo por la fuerza Hudson describe al que vendía sus tierras, que no generaba progreso. William Mac Cann hace un contrapunto entre el que trabajaba con criterio evolucionado y el que tenía atado a la cama el gallo de riña.
No había legado el tiempo de la agricultura…
La agricultura tuvo su primer gran propulsor en el Doctor Manuel Belgrano, que hizo planteos fundacionales, inspirado en el pensamiento de Jovellanos y en las Sociedades de Amigos del País que había conocido en España. Pero Mayo comienza con un planteo y termina con un saladero. Staples y MacNeil instalaron uno en Buenos Aires en 1810, Rosas y sus socios, en 1815. Fueron eficaces mientras duró la esclavitud en Cuba y en Brasil, los principales consumidores de tasajo, hasta la década del ochenta. La colonización no prosperó al principio: ni la de los alemanes en San Pedro, en 1823, ni la de los hermanos Robertson, en Santa Catalina, en 1825, que duró dos años. La Exposición Nacional de Córdoba, en 1871, en la que Eduardo Olivera, por iniciativa de Sarmiento, presentó máquinas de origen norteamericano, selecciones de variedades de semillas, transformó una producción que, treinta años después y por el trabajo de los colonos que se arraigaron, como los alemanes del Volga, en Suárez y Olavaria, convirtió a la Argentina en granero del mundo.
¿Simultáneamente se producía una evolución de la ganadería?
El alambrado –Francisco Aviac. Fue el primero que alambró el perímetro de su campo en 1854- se sumó a las innovaciones de los estancieros que, asumiendo grandes riesgos, iniciaron el refinamiento del vacuno con miras ala exportación. Unos años antes irlandeses y escoceses aportaron elementos científicos a la cría de los lanares, introduciendo galpones y otras modificaciones. El gaucho, que había sido protagonista de guerras y entreveros, al que Rosas había disciplinado para el trabajo en el saladero, no sobrevivió a este cambio.
“También el paisaje había evolucionado. El cardo, que no era nativo, fue el primer modificador del paisaje de la pampa, además de servir, seco, como combustible. Los eucaliptos, después las casuarinas, acacias y paraísos, alteraron el horizonte, se utilizaron como rompevientos para crear un oasis, un microclima, en cuyo interior se plantaban otras especies. Lo mismo se hizo con el álamo en Cuyo y en la Patagonia. Se ha olvidado a Grigera, autor de trabajos relativamente científicos sobre los cultivos, del durazno por ejemplo, y a precursores en la creación de jardines, como fueron los del Palacio San José en Entre Ríos”.
El hombre, el trabajo y los recursos incluye un texto de Carlos Fernández Balboa titulado “La energía de los bosques nativos de la provincia de Buenos Aires”, en el que detalla los bosques naturales de la provincia, los de talas, algarrobos y los bosques hidrófilos (sauces y selvas marginales) Destaca que un bosque plantado no contribuye directamente a la conservación de la naturaleza y su entorno, mientras que un bosque nativo si, y señala que “la destrucción de prácticamente todas las masas boscosas nativas de la provincia para su utilización como madera, leña, postes de alambrado, o simplemente para extender la frontera agropecuaria, demuestra que la falta de planificación y el cortoplacismo, imperan en el manejo de la naturaleza”
¿El tema también se encuadra en la valoración del patrimonio?
El tema del patrimonio rural es complejo, no puede considerarse como algo estático. Suele condicionar su tratamiento un rechazo ideológico,, pero hay que considerarlo desde lo argentino, que es una integración, y tener en cuenta una visión de la construcción del país, que valorice el trabajo. Es necesario poner en valor esa memoria de la Argentina: integrar la evolución, la memoria de cada zona, de la que fue, tan llenas de cosas simples, A partir del ingenio y del trabajo del hombre se transformó la tierra, se culturalizó la naturaleza, apuntando a una mejor calidad de vida. No se rescata la esencia de las cosas. Se habla de una historia del campo relatada a partir del casco. Y no lo que significa. No se trata solamente de cascos –entre 1880 y 1910 se construyeron casas como expresión social-, sino de las estancias como lugar de producción: en “San Martín”, de Vicente Casares, había galpones cuya construcción costaba más que una casa. El campo es una memoria de trabajo, y esa memoria es parte del quehacer nacional.
¿Muchas iniciativas personales y también institucionales, señalan un interés en ese sentido?
Existe una mayor conciencia para conservar, rescatar más cosas, en el sentido de conocer nuestras raíces. La soja nos ha dedo una autoestima que espero que no se desaproveche, sino que sea una oportunidad para hacer el cambio, para invertir en energía, en desarrollo industrial, transformar la Argentina en referente de las tecnologías agrarias. La educación logró durante años un país integrado, y “m’hijo el dotor fue una realidad”: otros países de la región no tuvieron esa oportunidad. Hoy la educación parece aportar más asistencia que formación, aunque la universidad conserva prestigio. Se ha instalado una cultura en la que parece que estudiar no fuera importante. Hay que logar que el modo de trasmitirla idea de la estancia se actualice, trasmitir que el campo es una construcción de muchas generaciones, de mucha gente con orígenes culturales diferentes, del hombre a caballo, el labrador de a pié, el peón, el irlandés ovejero, el gringo chacarero, y tantos otros. Sus expresiones materiales, los magníficos palacios y sus parques, y también el rancho de pared de chorizo. Sin uno no se puede explicar el otro. Hay que pensar con un sentido humanista: al campo lo hicieron todos. Construyamos una memoria consolidada, una historia que integre la del interior, la de las provincias que estaban lejos del puerto. En dos puntos se concentraba intensamente la producción: la del azúcar en Tucumán, la vitivinícola en Mendoza, que también desarrollaron los jesuitas. Pero he visto estancias en Salta, por ejemplo, donde se conservan secadores y elementos de la industrialización del tabaco.
¿Propuestas para conservar esas ideas?
En la estancia san Martín en Cañuelas, se podría habilitar un centro que evocara la memoria de la industria de la leche, que es toda una epopeya en el país. O pensar en ecomuseos como los que existen en Europa: en La Camargue y en Colmar, en Francia; en Ballemberg, en Suiza donde se muestran la producción y la industria de los cantones. No es un espectáculo, es la comunicación de una memoria. Aquí se podría Mostar como se araba, como se produce el aceite, por ejemplo. Existen fiestas regionales como la de la trilla, que organizan los galeses en Chubut, pero hace falta darles una dimensión Argentina, integrar las vidas y la producciones de las antiguas colonias en una proyección nacional.
¿El turismo contribuye a una difusión de estos temas?
A veces una el patrimonio como elemento de consumo. Trasmite una imagen frívola, esquemática, “para exportación”. Esto debería revertirse desde el nivel institucional. Hay que considerar una historia (hoy desvalorizada), pero no la que se centra en el tradicionalismo, que esta lejos de la realidad. Hay que rescatar el rol que tuvieron el criollo, el gringo, los dirigentes que forzaron situaciones. Trasmitir una idiosincrasia, un sentimiento. Se ha priorizado una historia político-militar y no una historia de la construcción del país

Susana Pereyra Iraola.

domingo, 6 de abril de 2008

Cartas desde la tumba


El andar de los pesados borceguíes que guían al interior de la Unidad Penitenciaria Nº 24, de Florencio Varela, retumban en el largo pasillo y se diluyen con el sonido agrio de las puertas de hierro que se cierran a las espaldas. Aquí, en esta “tumba” a la que llegó por primera vez hace ocho meses, está Diego C., de 22 años, nacido en Quilmes.

Antes que él, la mirada aguijonada de los reclusos que estudian en la escuela que funciona en la cárcel, recibe a La Nación. Diego C. fue uno de os beneficiarios del P de Alfabetización en cárceles, que le dio sus primeras clases para aprender a leer y escribir, como a más de 600 reclusos en las cárceles bonaerenses. Gracias a ello, ahora esta cursando la primaria. Las clases comienzan a despertarlo a un nuevo mundo.

Sin vueltas, Diego cuenta una vida de excesos, violencia, rebeldía y descontrol, pero enseguida asegura que no volverá por ese camino, que cuando salga en libertad, en más de cuatro años, él será otro, y si pudiera salir ya mismo lo primero que haría seria pedirle perdón a su señora, Pamela, de 18 años; a su hija, Brisa, de 2 años, y a su madre, Elvia. Algo que se repite cada vez que ellas o van a visitar y que vuelve a reiterar en esas algo desprolijas y esforzadas cartas que germinan en la soledad de la celda compartida, cuando los ánimos de los 741 reclusos están amainados, pero tensionados al extremo; cuando en el aire no hay bondi (trifulca, pelea)

“Rebardo era yo, Pamela no sabía que salía a robar; yo trabajaba bajando bolsas de papa con el padre de ella; se enojó mucho cuando se enteró. Ganaba 800 pesos al mes ¡Pero me rompía la espalda! En un solo hecho (asalto), con los guachos, podíamos llegar a sacar 3000 pesos cada uno. ¿Sabés qué? No sabía que hacer con tanta plata: me compraba zapatillas de 600 pesos, le compraba ositos de peluche a Pame para que vuelva conmigo, y con regalitos volvió. Entraba a una bailanta con la billetera gorda; en la mesa de nosotros había de todo, tragos de todos los colores, y “vite” como es, cuando estás en la buena tenés más amigos que Roberto Carlos. Una vez estuve “de gira” siete días, empastillado y a pura merca, sin dormir. Probé de todo, pasta base, la pepa, el polvito, marihuana, pastillas… ¡Rebardo era yo! Estoy vivo de suerte: si tengo 38 plomos en todo el cuerpo. Ahora lo único que quiero es aprender y volver a mi casa. Esto es un infierno, ¿sabés?”, cuenta Diego, sentado en el medio de la biblioteca que está junto a las aulas, vestido con equipo de gimnasia, gris y negro, zapatillas blancas, el pelo corto y y un flequillo apenas visible. Sus manos pesadas y callosas acompañarán su verborragia. De vez en cuando juntará sus dedos como un racimo o se tocará la pera para completar una frase o largarse a reír y dejar ver el sarro negruzco que le empaña los dientes.

Diego no se explica como llegó a sexto grado: “No sabía nada; cuando había prueba agarraba a un par de compañeros y os amenazaba para que me hagan la prueba; era un bardo”
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“Hace ocho meses que me pasaron acá; caí por robo. Antes estaba en Olmos; ahí ni el cielo podía ver. Aquí estoy joya; me gusta aprender… Mirá lo que es esto (apunta a la ventana que deja entrar tibios rayos de sol). ¡Si yo no sabía ni hacer una carta para mis familiares, ni la “a” sabia hacer! Mi señora y mi mamá están contentas, no pueden creer que me rescaté (darse cuenta, salvarse de la mala), que estoy trabajando en la cocina y quiero aprender. Además el que enseña es uno de nosotros, preguntamos sin vergüenza. Cuando encané, Brisa, mi hija, era chiquita… ¡Ahora puedo escribir su nombre!”

Aprender a leer y escribir le brindó, a Diego, un nuevo panorama. La lectura asombrada de las fojas de su expediente lo entusiasmó para esforzarse más, aunque le trae recuerdos de esa tarde en la que perdió. “Fuimos a robar una fábrica de llantas de aleación. La policía nos venía siguiendo. Estuve cuatro días en coma después del asalto; le pedí por favor al policía, pero igual me tiró, me dio, acá en la pierna. Los polis te empapelan: me pusieron en otro robo en el que no tuve nada que ver y con testigos que nada que ver: Yo no sabía ni firmar; firmé cualquier cosa. ¡En el expediente pusieron que estaba con tres pistolas! Pero yo tenía una 22”.

Hay un momento de silencio extraño en el ambiente. Diego vuelve a afirmar: “De robar no quiero saber más nada, me quiero ir a mi casa”.

Pero no todo son cartas llenas de sentimientos encontrados y pedidos de perdón. Con su nueva “arma”, Diego se volvió más demandante. Hoy está algo nervioso porque hace más de un día que tenía que haber recibido la visita de su señora y de Brisa. Esperó y esperó, pero nadie llegó. “No entiendo porqué no vienen; quiero ver a la nena. Me estoy haciendo la cabeza mal. Tengo mucha bronca, pero ya tengo como descargarme”, pronostica con una media sonrisa que intimida. Luego se despide y agradece la visita inesperada. Los borceguíes guían a la salida, la noche llegará pronto. Los fantasmas de Diego se fugarán en sus letras y se apropiarán del papel blanco.


Diario La Nación