miércoles, 21 de mayo de 2008

La vanguardia ganadera



Historia de los emprendedores que transformaron el campo, tanto en su fisonomía como en su capacidad de producir bienes

Idea generalizada es que todo fue soltar las vacas y esperar a que aparecieran los ganados gordos y relucientes, las tabladas y os bretes desde donde comenzaba el viaje hacia los paladares británicos. La opulencia arquetípica de la pampa se halla expuesta de un modo cabal y convincente en esa versión idílica de un pasado que nunca existió.
Los animales se alejaron, crecieron y se multiplicaron; eso es cierto y también de ese hacho nacieron primero la práctica depredadora de las vaquerías y luego la explotación de estancias, al comienzo no más que puestos desde donde se salía reunir hacienda chúcara. Pero nada fue sencillo, sino que costó excepcionales esfuerzos. No era Jauja el Río de la Plata; nunca lo fue, entre otras cosas, seguramente, por que Jauja no existe.
Ese ganado cimarrón era de carnes magras y duras y ostentosa cornamenta. Se aprovechaba el cuero y más tarde el sebo y algo el hueso y, con el correr del tiempo, los saladeros crearon el transitorio reinado del tasajo, fuente importante de riqueza durante un momento que duró décadas. Fue uno e los grandes recursos de la zona, opacado al promediar el siglo XIX por la espectacular difusión de los ovinos, cuya lana convertían en paño las hilanderías inglesas.
De lo que pasó después y de lo que volvió clásicas por el sabor y el prestigio las carnes argentinas trata el libro La vanguardia ganadera bonaerense, 1856-1900, de Carmen Sesto, doctora en Filosofía y Letras e historiadora, editado por la Universidad de Belgrano. Por cierto, de entrada llama la atención –y hasta choca un poco- esa caracterización militar de “vanguardia”, aplicada a un grupo de estancieros activos y exitosos; con ella la investigadora quiere enfatizar el papel determinante de los terratenientes que en ese lapso tomaron la iniciativa de promover –entre dudas, fracasos, marchas y contramarchas- la mejora del ganado, la racionalización en la forma de explotarlos y la captación de mercados en Europa, proceso complejo que demandó ingentes trabajos.
Es frecuente atribuir a tales acontecimientos el ser mera consecuencia del abandono de los campos en el Viejo Mundo y de la simultánea expansión local de la red ferroviaria. Los estancieros habrían tenido, entretanto, una actitud pasiva y el beneficio gratuito de la acelerada valorización de las tierras.
Con casi abrumadora abundancia de datos, Carmen Sesto muestra lo parcial de esa presunción facilista. No, las vacas no eran gordas y hubo que engordarlas; tampoco los mercados estaban abiertos y hubo que golpear mucho sus puertas para poder ingresar. En el camino estaba la imprescindible mestización y la creación de pasturas adecuadas. Pero para preservar los rodeos y los sembradíos hubo que alambrar y apotrerar las estancias y reformular sus tareas.
La “fábrica” rural
La antigua tradición de oficios y jerarquías fue transformada y dio paso a otra nueva, fundada en la previsibilidad y regularidad de la producción: sobrevinieron, entonces, los cabañeros y los invernadotes y la estancia misma se convirtió en una “fábrica “de bienes rurales, coyuntura de importancia decisiva en nuestra historia social: se tuvo, en pocos años, la promisoria realidad del Centenario, con una magnífica ganadería como uno de sus principales sustentos; la contracara fue la extinción irremisible de costumbres y destrezas que parecían ser la sustancia misma de la condición argentina y que, ensalzadas nostálgicamente más tarde, habrían de constituir el trasfondo sentimental de nuestra memoria como nación.
La obra de Carmen Sesto arroja meridiana luz al respecto. La “vanguardia” que hizo posible ese cambio fue, en su concepto, no más de una cincuentena de grandes terratenientes progresistas y visionarios, capaces de prever altas rentabilidades de llegar a buen puerto la transformación que propiciaban: no era la facilidad de lo que hallaban lo que los inducía a ese empeño, sino que en rigor, venían a terminar con la facilidad conocida y a inaugurar una etapa de redoblado esfuerzo y de no pocas dificultades por vencer.
La técnica frigorífica no comenzó a tener peso sino a fines de la etapa expuesta en este libro. Antes se apuntaba a la venta de ganado en pie y las primeras tentativas – hechas en el mercado francés y no en el inglés como se cree habitualmente- arrojaron resultados francamente desalentadores. Pero se persistió, en competencia con productos norteamericanos y de varios países europeos, frente a los que existía la desventaja de ser nuestros novillos de menor peso, mayores los fletes y desagradable la carne para el gusto europeo.
En el traslado morían muchos animales, casi de inmediato estuvo presente la aftosa y los representantes comerciales idóneos eran moscas blancas. Como es natural, superar cada una de esas trabas originaba nuevos gastos que recortaban, más y más, las ganancias.
De los nueve lustros que Carmen Sesto estudia, en ocho el balance general no terminó nunca de ser abiertamente positivo; había posibilidades tercamente aferradas a ser a seguir siéndolo. Sólo en el último comenzaros a verse logros y a bosquejarse perspectivas que pronto habrían de ser excepcionales; la labor estaba hecha y comenzó hacia esa fecha, y no antes, el apogeo de la campaña bonaerense.
Razas
Para 1895 se contaba en las grandes estancias con medios para asegurar el cultivo y la cosecha de forrajes, lo que había entrañado hacer grandes inversiones. Señala la autora que sólo una vez resuelto eso pudo atenderse a los vacunos mejorados de manera eficaz, en tanto el agua pasó a ser obtenida mediante molinos, norias y pozos artesianos con independencia del régimen pluvial. Ya pacían, para ese tiempo, los Shorthon, Hereford. Durham y Aberdeen Angus. El campo se había vuelto reconocible para quienes hoy continúan en él.
Estaba en pie una nueva tradición de trabajo asiduo y paciente, tributario del ejemplo de los pioneros ingleses, establecidos con lanares medio siglo antes; la “vanguardia” venía a ser el remate y la culminación de aquella primera inquietud modernizante. Sus integrantes –Leonardo Pereyra, Domingo Frías, Ángel de Alvear, Emilio Frers, los Casares, los Cobo, Pedro Luro, José Martínez de Hoz, Tomas Duggan, Emilio y Rodolfo Bunge, entre otros- trajeron lo que ahora conocemos.

Fernando Sánchez Zinny

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