domingo, 6 de abril de 2008

Cartas desde la tumba


El andar de los pesados borceguíes que guían al interior de la Unidad Penitenciaria Nº 24, de Florencio Varela, retumban en el largo pasillo y se diluyen con el sonido agrio de las puertas de hierro que se cierran a las espaldas. Aquí, en esta “tumba” a la que llegó por primera vez hace ocho meses, está Diego C., de 22 años, nacido en Quilmes.

Antes que él, la mirada aguijonada de los reclusos que estudian en la escuela que funciona en la cárcel, recibe a La Nación. Diego C. fue uno de os beneficiarios del P de Alfabetización en cárceles, que le dio sus primeras clases para aprender a leer y escribir, como a más de 600 reclusos en las cárceles bonaerenses. Gracias a ello, ahora esta cursando la primaria. Las clases comienzan a despertarlo a un nuevo mundo.

Sin vueltas, Diego cuenta una vida de excesos, violencia, rebeldía y descontrol, pero enseguida asegura que no volverá por ese camino, que cuando salga en libertad, en más de cuatro años, él será otro, y si pudiera salir ya mismo lo primero que haría seria pedirle perdón a su señora, Pamela, de 18 años; a su hija, Brisa, de 2 años, y a su madre, Elvia. Algo que se repite cada vez que ellas o van a visitar y que vuelve a reiterar en esas algo desprolijas y esforzadas cartas que germinan en la soledad de la celda compartida, cuando los ánimos de los 741 reclusos están amainados, pero tensionados al extremo; cuando en el aire no hay bondi (trifulca, pelea)

“Rebardo era yo, Pamela no sabía que salía a robar; yo trabajaba bajando bolsas de papa con el padre de ella; se enojó mucho cuando se enteró. Ganaba 800 pesos al mes ¡Pero me rompía la espalda! En un solo hecho (asalto), con los guachos, podíamos llegar a sacar 3000 pesos cada uno. ¿Sabés qué? No sabía que hacer con tanta plata: me compraba zapatillas de 600 pesos, le compraba ositos de peluche a Pame para que vuelva conmigo, y con regalitos volvió. Entraba a una bailanta con la billetera gorda; en la mesa de nosotros había de todo, tragos de todos los colores, y “vite” como es, cuando estás en la buena tenés más amigos que Roberto Carlos. Una vez estuve “de gira” siete días, empastillado y a pura merca, sin dormir. Probé de todo, pasta base, la pepa, el polvito, marihuana, pastillas… ¡Rebardo era yo! Estoy vivo de suerte: si tengo 38 plomos en todo el cuerpo. Ahora lo único que quiero es aprender y volver a mi casa. Esto es un infierno, ¿sabés?”, cuenta Diego, sentado en el medio de la biblioteca que está junto a las aulas, vestido con equipo de gimnasia, gris y negro, zapatillas blancas, el pelo corto y y un flequillo apenas visible. Sus manos pesadas y callosas acompañarán su verborragia. De vez en cuando juntará sus dedos como un racimo o se tocará la pera para completar una frase o largarse a reír y dejar ver el sarro negruzco que le empaña los dientes.

Diego no se explica como llegó a sexto grado: “No sabía nada; cuando había prueba agarraba a un par de compañeros y os amenazaba para que me hagan la prueba; era un bardo”
.
“Hace ocho meses que me pasaron acá; caí por robo. Antes estaba en Olmos; ahí ni el cielo podía ver. Aquí estoy joya; me gusta aprender… Mirá lo que es esto (apunta a la ventana que deja entrar tibios rayos de sol). ¡Si yo no sabía ni hacer una carta para mis familiares, ni la “a” sabia hacer! Mi señora y mi mamá están contentas, no pueden creer que me rescaté (darse cuenta, salvarse de la mala), que estoy trabajando en la cocina y quiero aprender. Además el que enseña es uno de nosotros, preguntamos sin vergüenza. Cuando encané, Brisa, mi hija, era chiquita… ¡Ahora puedo escribir su nombre!”

Aprender a leer y escribir le brindó, a Diego, un nuevo panorama. La lectura asombrada de las fojas de su expediente lo entusiasmó para esforzarse más, aunque le trae recuerdos de esa tarde en la que perdió. “Fuimos a robar una fábrica de llantas de aleación. La policía nos venía siguiendo. Estuve cuatro días en coma después del asalto; le pedí por favor al policía, pero igual me tiró, me dio, acá en la pierna. Los polis te empapelan: me pusieron en otro robo en el que no tuve nada que ver y con testigos que nada que ver: Yo no sabía ni firmar; firmé cualquier cosa. ¡En el expediente pusieron que estaba con tres pistolas! Pero yo tenía una 22”.

Hay un momento de silencio extraño en el ambiente. Diego vuelve a afirmar: “De robar no quiero saber más nada, me quiero ir a mi casa”.

Pero no todo son cartas llenas de sentimientos encontrados y pedidos de perdón. Con su nueva “arma”, Diego se volvió más demandante. Hoy está algo nervioso porque hace más de un día que tenía que haber recibido la visita de su señora y de Brisa. Esperó y esperó, pero nadie llegó. “No entiendo porqué no vienen; quiero ver a la nena. Me estoy haciendo la cabeza mal. Tengo mucha bronca, pero ya tengo como descargarme”, pronostica con una media sonrisa que intimida. Luego se despide y agradece la visita inesperada. Los borceguíes guían a la salida, la noche llegará pronto. Los fantasmas de Diego se fugarán en sus letras y se apropiarán del papel blanco.


Diario La Nación

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