miércoles, 21 de mayo de 2008

Del aljibe, del agua y de los hombres




En la inmensidad del territorio, en multitud dispersa, los molinos de viento, aquellos gigantes a los que arremetiera el Quijote. Dan cuenta de la necesaria armonía de los elementos, de la tierra, el viento, el aire, el agua. Más allá. El remolino intenso, la vastedad estéril del desierto sin el hombre. Y por allí a un costado, una tapera que alguna vez fue hogar. ¿Imágenes del pasado? Ojalá. Con tanta cosa técnica o eléctrica como por fortuna inventan, lo cierto es que los hombres de campo siguen sabiendo que hay años buenos y años malos, y que hay que mirar al celo después de cada siembra, gastarse los ojos escrutándolo antes de cada cosecha.

Pues bien, el aljibe ayuda a que el agua esté a que la bendición del agua sea. La mitad de mi sangre árabe es hija del desierto y de los aljibes; a veces me pregunto si alguno de mis mayores, sin más copa que el cuenco de sus manos, bebió en alguno de los veintiocho aljibes del Albaicin, allá en la bella Granada. Tal vez para ese ancestro fuera como para el poeta paraguayo Hugo Rodríguez- Alcalá: “Pero no hay un rumor un son in canto/ un himno tan beatífico y doméstico como el que llega del aljibe”. Doméstico, propio, lo siente también Borges al añorarlo o presentirlo:”No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas…/vienen del patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos” Y ambos hacen coincidir aljibes y parras, que es como decir agua y vino, como decirlo todo; para Borges “Grato es vivir en la amistad oscura/ de un zaguán de una parra o de un aljibe” a lo que agrega Rodríguez-Alcalá: ”Al final de la parra está el aljibe/ y, dentro de él, un círculo celeste/ copia el vuelo fugaz de las palomas”.

Es que tiene mucho de eternidad saber donde abrevar y tiene más de porfía buscar el hueco, silencioso hasta que el eco del agua resuena entre paredes redondas y profundas. Acaso el hombre se animó y alternó voces y silencios. Acaso no tenía más deseo de beber y entrecerrar los ojos en el espacio oscuro, en la rogativa a la madre naturaleza: “Madre que la napa no esté lejos…” En su búsqueda, el agua era el nombre de toda la esperanza que contiene un aljibe. Cuanto más árido el terreno, más grande y hondo el pozo; un balde y su roldada bastan para extraerle vida a la tierra, vida que a la tierra volverá entre el giro rudimentario y el chirriar de la pequeña rueda, y las gotas de agua, cristales que salpican manchados de colores. Y todavía, en lugares precisos y alejados, un viejo malacate a tracción de caballo –ojos vendados para que no se maree- recorre sin descanso el único trecho que le ha tocado del ancho mundo, el que rodea al pozo.

Rocío de madrugada, perladas hebras de agua, capa protectora de pastos y piedras donde se dibuja la geografía que al paisano le está destinada. La superficie se trastoca, se reinventa, se afirma. El hombre, desde siempre, cambia de lugar lo establecido; invoca y evoca: sabe que el riego salvador ha de imitar el rocío, en su tenaz brillar y humedecer. Cuando el horizonte es desazón, y esa nube panzona y lejana apenas una promesa, le llega la memoria ancestral del aljibe, ese arábigo recipiente que, a cielo abierto, guarda el dulzor del agua, lo atesora y con él mide el inasible tiempo, constata el irrevocable paso de los días. Piedra con piedra en la pared, la soga –tal vez una cadena- y el pequeño balde que trae desde el fondo una andanada de gotas, una tropilla de agua que busca el cántaro y que de allí saldrá en su día como deleite en la abundancia, como sosegado y contenido, escaso tramo, en épocas de falta.

Padre del encanto para el sediento, el aljibe se prende a la tierra que ha horadado, y esa mansa superficie de espejo vive entre la ilusión y la plegaria del hombre. Quieto en la pampa, imagen de la templanza en la espera propia de hombre de campo, se va enredando en su brocal la rama florida. Y, tranquilo como está, el espejo se rompe con las manos que se hunden para mojar la cara, manos que buscan acariciar la frescura, manos que vuelven y al volver es para hundirse en la transparencia del agua mansa que sabe lavar heridas, proponer y hacer la belleza de las cosas y las gentes.

Saciar la sed. Reflejar el rostro. El agua, inasible, arisca, se escurre huye del juego de Narciso para volver en el verdor de la espiga, para volver también en lágrimas. Y otras veces retorna sanadora, esa reina maga de la aridez que se transforma, que corre y manda que busca al hombre y a las otras criaturas, las besa y lava. Viene desde el aljibe, espacio recibido desde la heredad andalusí que alguno querrá olvidada, y tal vez haya olvidado pero no el agua, que recuerda sin duda aquellos aljibes recamados en mosaicos que la rodearon de hermosura.

Eduardo Scarso Japaze

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